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Al andar, movíanse sus faldas con desmayada soltura, como si dentro de ellas sólo existiese aire, y al sentarse, la tela marcaba ángulos duros sin la más tenue redondez. El trabajo, la fatiga bestial, habían paralizado el desarrollo de la gracia femenina. Sólo algunas delataban bajo su envoltura los encantos del sexo; pero eran muy pocas.

Se enrojecían los ojos; parecía que las pestañas iban á consumirse, secábase la piel sintiéndose en cada poro una aguja ardiente, y los pies movíanse inquietos, agitando las caldeadas suelas de los zapatos.

Guardaba silencio algunos momentos, pugnaba por decir algo, movíanse sus labios, pero en vez de articular lo que quería, expresaban otra cosa distinta, algo trivial y ridículo que le avergonzaba en cuanto salía de ellos. Fernanda le observaba con atención, ganando la serenidad y la calma que él perdía rápidamente.

En un momento, todo el espacio libre que había ante los músicos se cubrió de faldas pesadas, bajo cuyo rígido y múltiple ruedo movíanse los pequeños pies, metidos en blancas alpargatas o amarillos zapatos. Las anchas bocas de los pantalones cimbreábanse a un lado y a otro con el rápido movimiento de los saltos o el enérgico pateo que hería la tierra levantando nubecillas de polvo.

Estas almadías del desastre, se enredaban entre los naranjos y formaban barreras que, poco a poco iban engrosándose con nuevos despojos de la corriente. Allá lejos, en el límite de la laguna, movíanse con regularidad algunos puntos negros, agitando sus patas como moscas acuáticas, en torno de las casas, que apenas asomaban sus techumbres sobre la inmensa lámina de agua.

La lidia las aburría o las horrorizaba; pero la salida de la cuadrilla las enardecía, y movíanse nerviosamente en sus asientos al ver el desfile de jacarandosas figurillas, que, a la luz del sol, destacábanse sobre la arena del redondel como ascuas de oro con el brillo de sus alamares.

La muchacha también llevaba una cesta de blanco mimbre, cuyas tapas movíanse al compás de la marcha, haciendo que el interior sonase a hueco; pero no se preocupaba de ella, atenta únicamente a mirar con ceño a los transeúntes demasiado curiosos o a pasear ojeadas hurañas de la señora al cochero o viceversa.

Feli, despechugada, sudorosa, respirando con dificultad, arrastraba los pies yendo de un lado a otro, abrumada por este calor que era un nuevo tormento. Crujían durante la noche, con chasquidos alarmantes, las maderas de los muebles, las tablas ocupadas por los libros del devoto, sobre cuyos lomos polvorientos movíanse las polillas.