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Actualizado: 4 de junio de 2025


Nadie se asomó a la puerta como otras veces. Seguramente le habían visto, sin moverse, desde el fondo de la cocina. El perro saltó tras él largo trecho, retrocediendo luego al verle tomar el camino de la montaña.

Este camino consta de una montaña como de catorce leguas de largo, principia en el rio de Anquechilla, en donde tenemos nuestra continua centinela para los indios, y termina en Guequeciona: de ahí hasta el rio Bueno no se ofrece montaña ni loma, y arroyos pequeños. De Anquechilla al rio Bueno, se regulan seis dias de camino.

Doña Francisca Negrete de Santander era hija del licenciado Diego de Santander, oriundo de la Montaña, y de doña María de Medina, vecinos de

La prodigiosa pieza de cinco francos continuaba sobre el paño verde al lado de una montaña de dinero que seguía creciendo y creciendo. Había que completar los cincuenta golpes, siempre doblando. Dió cinco más en su imaginación y se detuvo. Ya había ganado mil setenta y tres y pico de millones de duros: más de cinco mil millones de francos.

No importa; después de aquello le tomaron más gusto á su tierra, y descendían de su montaña todos los domingos para sentarse al pie de la pared. A fuerza de medir la punta, acabaron por descubrir un error del arquitecto, aturdido por las prisas de la princesa. Se había equivocado en cincuenta centímetros, y la mitad del grosor del muro estaba en tierra de los viejos.

Lo que se puede bien llamar juventud dorada del clero de la capital, tan envidiada por sus colegas de la montaña, que según ellos mismos se embrutecían a ojos vistas, la juventud dorada acudía sin falta todas las tardes de otoño y de invierno que hacía bueno al Espolón; iba lo que se llama reluciente; parecían diamantes negros, y sin que nadie tuviera nada que decir, presenciaban las idas y venidas de las jóvenes elegantes; y los que eran observadores podían notar las señales del amor, de la coquetería, en gestos, movimientos, risas, miradas y rubores.

Ya pasaron los tiempos en que los únicos caminos de la montaña eran rodadas tan estrechas que dos peatones que fueran en sentido contrario no podían dejarse paso y tenía que pasar uno por encima del otro, tumbado en el sendero.

A la izquierda se elevaba una altísima montaña ideal que lo dominaba enteramente, y sobre ella se veía un caballero que guardaba cierto parecido lejano con don Rosendo, dirigiendo los fuegos de una inmensa linterna sobre la villa. Cerca de él percibíanse las cabezas de otros cuantos personajes.

En la casa de la Valcárcel, donde un día habían sido parásitos los taciturnos parientes de la montaña, de capa y hongo, ahora, espantadas tales alimañas, vivaqueaban aquellos extranjeros, aquella sociedad heteróclita, que con pasmo y aun envidia de parte de la ciudad, vivía como no se solía vivir en aquel pueblo aburrido, con esa alegría desfachatada, pero atractiva, que los demás miraban desde lejos murmurando, pero deseándola.

El trineo acababa de llegar a la otra vertiente de la montaña y volaba, como una flecha, en las tinieblas. Sólo turbaba el silencio el galope del caballo, la respiración anhelante de la escolta y, de vez en cuando, el grito del doctor: «¡Eh, Bruno! ¡Arriba, vamos

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