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Después de un breve silencio, prosiguió suspirando: ¡Pobre Mathys! Sois la víctima de una ciega abnegación. Os compadezco; el terrible peligro que os amenaza me arranca lágrimas de compasión y de angustia. La maldad es muy grande en los corazones perversos. Aquella por quien os habéis sacrificado, quiere preparar ella misma vuestra pérdida y entregaros a la justicia.

Sentaos, señora. Es preciso darle al menos tiempo para vestirse. Mathys había pasado una mala noche. Aunque estuviera muy agitado por los acontecimientos del día, la fatiga lo había sumido en un pesado sueño, que no fué turbado hasta el otro día a la mañana por espantosas pesadillas.

Una ligera palidez decoloró sus pupilas. Su pecho se dilató y su respiración se hizo penosa, mientras volvía a su cuarto. Pero aquella emoción parecía más bien signo de una fuerte voluntad que un acceso de temor. Dirigió una mirada suplicante al cielo y se sentó junto a la mesa. Allí tomó su labor y esperó con indiferencia afectada la llegada de Mathys.

Tiene tiempo para fracturar veinte cofres como éste. Su esperanza quedará defraudada, porque me quedaré en casa y no haré el viaje. De ese modo... La viuda había probablemente previsto esta respuesta, que no pareció hacer gran impresión en ella. Imposible. Es preciso, Mathys, que partáis le replicó . Si no queréis salir de la casa tenéis que declararle a la condesa la causa de vuestra negativa.

Le he suplicado a Mathys que respete vuestro recato; quizá consigáis dejarlo satisfecho con algunas palabras ambiguas. Esperemos que se mantendrá dentro de los límites más estrictos; pero, sea como fuese, acordaos que tendréis que arrepentiros eternamente si, por falta de voluntad, os condenarais a vuestra hija y a vos a la desesperación y a la esclavitud. Tened compasión de vuestra triste suerte.

Se entregó por entero a su dolor, sollozando en alta voz, y llorando en tal abundancia, que las lágrimas le empapaban las mejillas. Mathys, que la creyó ofendida por su negativa, trató de hacerla comprender que se equivocaba.

Noche y día pienso en vos, y vuestra imagen no me deja sosiego; mi más hermoso sueño consiste en haceros la compañera de mi vida, para jamás apartarme de vos, buena y querida Marta. Al pronunciar estas palabras apasionadas, Mathys tomó la mano de la viuda.

En la caja de hierro dijo el aya. ¡No, no es cierto! exclamó el intendente, estremeciéndose de temor y de sorpresa. Mathys, Mathys, ¿por qué queréis engañarme? ¿No me queréis entonces permitir que os salve? ¡Ya no ni lo que digo! murmuró el intendente . , , Marta; está en el cofre.

Mathys la miraba con expresión de alegría y de triunfo. El, que era ya viejo, conseguiría por mujer una criatura hermosa, buena y que se sonrojaba como un niño a la primera palabra que pudiera rozar su rubor. Respetó un momento su silencio y preguntó: ¿No me decís nada, Marta? ¿Me negáis la palabra que ha de hacerme feliz?

Quizá hayáis prestado vuestra ayuda dijo la viuda con dulzura pacífica , pero, si no habéis hecho más que cumplir las órdenes de vuestros señores, sólo habéis sido el instrumento pasivo de las personas que tenían derecho a vuestra obediencia. , , es así afirmó Mathys.