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Papá dijo la joven con un tono de dulce gravedad que, como una cadencia triste y lenta, interrumpía a veces su alegría , vamos a cercar la mata de retama; así se encontrará en el ángulo del jardín, y alrededor voy a plantar margaritas y crocus, porque Aarón dice que esas plantas no mueren y se desarrollan cada vez más.

Dilátanse a uno y otro lado las estrechas paralelas de los surcos cubiertas por mieses amarillentas o verdosas, y esmaltando el gris oscuro de los secos terrones, crecen profusamente las encendidas amapolas, los azulejos pálidos y las margaritas de botón de oro.

Las azucenas de blanco raso erguíanse con cierto desmayo, como las señoritas en traje de baile que la pobre Borda había admirado muchas veces en las estampas; las camelias de color carnoso hacían pensar en tibias desnudeces, en grandes señoras indolentemente tendidas, mostrando los misterios de su piel de seda; las violetas coqueteaban ocultándose entre las hojas para denunciarse con su perfume; las margaritas destacábanse como botones de oro mate; los claveles, cual avalancha revolucionaria de gorros rojos, cubrían los bancales y asaltaban los senderos; arriba, las magnolias balanceaban su blanco cogollo como un incensario de marfil que esparcía incienso más grato que el de las iglesias; y los pensamientos, maliciosos duendes, sacaban por entre el follaje sus gorras de terciopelo morado, y guiñando las caritas barbadas, parecían decir a la chica: Borda, Bordeta... nos asamos. ¡Por Dios! ¡Un poquito de agua!

Crecen entre los surcos ciertas plantas que dan unas flores como margaritas, y yo corté muchas, muchas, tantas que ya no me cabían en el delantal; luego me senté en una roca, y, acordándome de un poema que me leíste, me entretuve en preguntar a las flores si me querías.

Cualquier ciudadano pacífico, incluso los poetas líricos, puede pasar un rato agradable viendo desfilar una muchedumbre de Margaritas rubias y morenas con las cuales se pudieran empezar novelas tan amenas, si no tan famosas, como la de Fausto. Además, en el centro del paseo hay un estanquillo. La acera de Recoletos termina en la plaza de Colón.

De tres clases y a cual más fina... Pues ¿y estos penachitos de farolillos carmesí?... ¿Cómo me dijo usted el otro día que se llamaban? Brezos. Es verdad, brezos: ¡qué preciosos! Pues ¿y estas otras florecitas azules que estaban a su lado? ¡Cosa más fina y delicada!... Vea usted qué bien componen con todo ello estas margaritas silvestres tan blancas, con el centro dorado... ¡Qué primor de campiña!

El campo parecía un abandonado taller de escultura, con miles de bocetos informes, de monstruos esparcidos en el suelo, sobre una alfombra verde matizada de margaritas y campanillas silvestres.

En los parajes más bajos y húmedos en el tiempo de las lluvias, este césped se ve salpicado con tal profusión de pequeñas margaritas blancas, miniaturas de esta bella especie, que parecen ser las once mil vírgenes del paraíso de Flora.