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Las azucenas de blanco raso erguíanse con cierto desmayo, como las señoritas en traje de baile que la pobre Borda había admirado muchas veces en las estampas; las camelias de color carnoso hacían pensar en tibias desnudeces, en grandes señoras indolentemente tendidas, mostrando los misterios de su piel de seda; las violetas coqueteaban ocultándose entre las hojas para denunciarse con su perfume; las margaritas destacábanse como botones de oro mate; los claveles, cual avalancha revolucionaria de gorros rojos, cubrían los bancales y asaltaban los senderos; arriba, las magnolias balanceaban su blanco cogollo como un incensario de marfil que esparcía incienso más grato que el de las iglesias; y los pensamientos, maliciosos duendes, sacaban por entre el follaje sus gorras de terciopelo morado, y guiñando las caritas barbadas, parecían decir a la chica: Borda, Bordeta... nos asamos. ¡Por Dios! ¡Un poquito de agua!

-Mas que la diga vuestra excelencia -dijo Rodríguez-, que Dios sabe la verdad de todo, y buenas o malas, barbadas o lampiñas que seamos las dueñas, también nos parió nuestra madre como a las otras mujeres; y, pues Dios nos echó en el mundo,

Imprimióse una lista con los nombres de más de doscientas personas barbadas que aceptaron las bases citadas, y otras que no necesito citar, y, por último, encomendóse la administración y casi dirección de todo este laberinto, á la Guantería, acto que, por solo, daba la vida, el calor y la perdurabilidad á aquel cuerpo tan bizarramente construído.

Cruzamos a la vista de la isla de Cuba, enfrentamos las Bahamas y nos detuvimos a tomar carbón en una de las islas Barbadas: tales fueron todos los accidentes del viaje. Mi único entretenimiento a bordo era cuidar un turpial que traía una niña de Colombia. El ave melodiosa me pagaba sus atenciones con su silbo de una dulzura melancólica y profunda.