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Actualizado: 7 de julio de 2025
Las azucenas de blanco raso erguíanse con cierto desmayo, como las señoritas en traje de baile que la pobre Borda había admirado muchas veces en las estampas; las camelias de color carnoso hacían pensar en tibias desnudeces, en grandes señoras indolentemente tendidas, mostrando los misterios de su piel de seda; las violetas coqueteaban ocultándose entre las hojas para denunciarse con su perfume; las margaritas destacábanse como botones de oro mate; los claveles, cual avalancha revolucionaria de gorros rojos, cubrían los bancales y asaltaban los senderos; arriba, las magnolias balanceaban su blanco cogollo como un incensario de marfil que esparcía incienso más grato que el de las iglesias; y los pensamientos, maliciosos duendes, sacaban por entre el follaje sus gorras de terciopelo morado, y guiñando las caritas barbadas, parecían decir a la chica: Borda, Bordeta... nos asamos. ¡Por Dios! ¡Un poquito de agua!
Conocía los árboles y tenía de cada uno algún recuerdo. «Al pie de éste hicimos una hoguera Telva, Rosaura y yo y asamos castañas. De este tan alto se cayó Celso el de la tía Basilisa, antes de ir al servicio del rey, y no se hizo daño ninguno... ¡qué susto nos dió!... En ese otro escribió Juanín de Mardana mi nombre... ¡aquí está!»... Tales recuerdos dilataron su corazón.
Palabra del Dia
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