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Las guerras religiosas del siglo XV en Europa son mantenidas de ambas partes por creyentes sinceros, exaltados, fanáticos y decididos hasta el martirio, sin miras políticas, sin ambición. Los puritanos leían la Biblia en el momento antes del combate, oraban y se preparaban con ayunos y penitencias.

Aunque en casa de Quiñones se guardaban de hablarse con intimidad, a la celosa valenciana no se le ocultaba lo que entre ellos existía. Sus ojos traspasaban como dos rayos de luz el cerebro de su amante y leían con claridad dentro de él. Luis estaba enamorado de su antigua novia. Las relaciones adúlteras le pesaban en el alma como una losa de piedra.

El uno era delgado, pálido, ojos pequeños, bastante feo todo él, aunque vestido con gran pulcritud y elegancia: se llamaba Juan Romillo, hijo de un rico camisero de la calle del Príncipe: su padre le había destinado al foro, en el cual no había hecho grandes adelantos; en cambio desde muy niño había despuntado en el arte de vestirse y en el conocimiento pleno, absoluto, de cuantas noticias verdaderas o falsas corrían por la villa: en las casas donde él entraba no se leían los diarios noticieros, porque eran inútiles: a esto se reducía su ciencia y sus partes.

Sucedió esto mientras se leían las sentencias y después que el Reverendísimo Padre Presentado el Padre Fray Antonio Pons, Calificador del Santo Oficio, Examinador Sinodal y Prior de su Religiosísimo Convento de Predicadores, predicó un Sermón, que merecía la imprenta, si su mucha humildad no le negara a la luz.

¡Si no fuera por ellos, qué ocurriría en el distrito!... Triunfarían los descamisados, aquellos menestrales que leían los papeles de Valencia y predicaban la igualdad. Tal vez se repartirían los huertos y querrían que el producto de las cosechas, inmensa pila de miles de duros que dejaban ingleses y franceses, fuese para todos.

Sin embargo, como era asaz rudo en sus modales, no escatimaba a los autores noveles que se confiaban en él y le leían sus producciones, las censuras fuertes y hasta los insultos: «Toda esa relación es puro fárrago; eche V. tinta sobre ella.

A pesar de esto, se comprendía que no era ya adolescente. Los lineamientos de su rostro estaban definitivamente trazados y ofrecían un conjunto agradable, donde se leían claramente los signos de prolongado padecer.

En algunas oficinas, en vez de pasar el tiempo leyendo periódicos y charlando, se devoraba el argumento, se leían novelitas francesas y muchos se iban al escusado y fingían una disentería para consultar á ocultis el diccionario de bolsillo.

Por último, en la tercera se leían estas palabras: «Ayudando y favoreciendo los pontífices Inocencio VIII, Alejandro VI, Pio III, Julio II, León X, Adriano VI, que, siendo cardenal de las Españas é inquisidor general, fué ensalzado á Sumo Pontificado, y Clemente VII, por mandado y á expensas del emperador nuestro señor, hizo poner estos letreros el Lic. de la Cueva, dictándoles D. Diego de Cortegana, arcediano de Sevilla.

Confesóme que los farsantes que hacían comedias todo les obligaba a restitución, porque se aprovechaban de cuanto habían representado, y que era muy fácil, y que el interés de sacar trescientos o cuatrocientos reales les ponía aquellos riesgos; lo otro, que como andaban por esos lugares, les leían unos y otros comedias: «Tomámoslas para verlas, llevámonoslas y con añadir una necedad y quitar una cosa bien dicha, decimos que es nuestra». Y declaróme como no había habido farsante jamás que supiese hacer una copla de otra manera.