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Actualizado: 25 de octubre de 2025


Pues bien, señora profirió el joven derramando un torrente de lágrimas. Para pedir ese dinero he usado del nombre del padre Laguardia. ¿No ve usted bien claro ahora que soy un perverso? Ese es un pecado, hijo, pero ya sabe usted que el justo peca siete veces al día. Si usted está arrepentido, Dios en su infinita misericordia...

¿Ven ustedes este pañuelo blanco? dijo . Mañana al amanecer lo verán ustedes en este palo flotando sobre Laguardia. ¿Habrá por aquí una cuerda? Uno de los oficiales jóvenes trajo una cuerda, y Martín y Bautista, sin hacer caso de las palabras de Briones, avanzaron por la carretera. El frío de la noche les serenó, y Martín y su cuñado se miraron algo extrañados.

La sonrisa despreciativa del presbítero le enrojecía la cara como una bofetada. Dígale usted ahora, padre profirió Godofredo, que yo, en este asunto, no he hecho más que acatar los consejos de mi confesor. Los consejos no; los mandatos chilló Laguardia. Yo, como su director espiritual, le he ordenado renunciar a ese matrimonio. que se ha hecho violencia para ello. ¡Tanto más meritorio!

En un extremo de la muralla se erguía un torreón envuelto en aquel instante en una densa humareda. Al salir de Yécora, un hombre famélico y destrozado les salió al encuentro y habló con ellos. Les contó que los carlistas iban a abandonar Laguardia un día u otro. Le preguntó Martín si era posible entrar en la ciudad.

Era imposible que Catalina encontrándose en otro lado no hubiese escrito. Se dedicaron a seguir la pista de la monja. Averiguaron en la venta de Asa que días antes un coche con la monja intentó pasar a Laguardia, pero al ver la carretera ocupada por el ejército liberal sitiando la ciudad y atacando las trincheras retrocedió.

Godofredo tenía numerosos amigos en el clero de Madrid, alto y bajo. Era el niño mimado de las sacristías. Pero con quien mantenía amistad más estrecha era con cierto presbítero pálido, delgado, huesudo y miope llamado don Jeremías Laguardia.

Se deslizaron los dos por el borde de la muralla, hasta enfilar una calleja. Ni guardia, ni centinela; no se veía ni se oía nada. El pueblo parecía muerto. ¿Qué pasará aquí? se dijo Martín. Se acercaron al otro extremo de la ciudad. El mismo silencio. Nadie. Indudablemente, los carlistas habían huído de Laguardia. Martín y Bautista adquirieron el convencimiento de que el pueblo estaba abandonado.

Yo voy solo a Laguardia y la tomo, o a lo más con mi cuñado Bautista. Se echaron todos a reir de la fanfarronada, pero viendo que Martín insistía, diciendo que aquella misma noche iban a entrar en la ciudad sitiada, pensaron que Martín estaba loco. Briones, que le conocía, trató de disuadirse de hacer esta barbaridad, pero Zalacaín no se convenció.

Es lo mismo que me dice el padre Laguardia manifestó Godofredo con un acento de inocencia que conmovió a la buena prendera. D. Jeremías es hombre de muchas letras. Algo me parece que habrá mojado en este matrimonio, porque le quiere a usted mucho.

Cerca de él vieron al presbítero Laguardia, y esto contribuyó aún más a ponerle de mal humor; porque odiaba a este clérigo como tal, y además por el papel que había representado en el fracasado matrimonio de su hija. Pero la observación de aquellos curiosos ritos religiosos que ambos examinaban como si por primera vez los hubieran visto en su vida, le distrajo de todo incómodo pensamiento.

Palabra del Dia

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