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Actualizado: 23 de mayo de 2025


Apenas se tomaba el trabajo de leer las cartas; no hacía más que examinarlas rápidamente y ponerlas a un lado. Así fuimos registrando un cajón tras otro hasta que vi en su mano un gran sobre azul, sellado con lacre negro, y que tenía el siguiente letrero, escrito por su padre: «Para que sea abierto por Mabel después de mi muerte. Burton Blair.» ¡Ah! murmuró casi sin resuello, ¿qué contendrá esto?

El hombre calvo sofocóse; y agitando nerviosamente en su gruesa mano un sobre repleto, con un sello de lacre, negro, prosiguió: Vuestra excelencia debe de estar prevenido. Nosotros no lo estábamos... El azoramiento es natural... Lo que esperamos es que nos conserve su confianza. Vuestra excelencia es en esta tierra una flor de virtud, espejo de bondad.

La cabeza cubierta con un pañuelo de seda, cuyas dos puntas, traídas sobre la frente, formaban como dos pequeños cuernos. Esos pañuelos eran precisamente los que herían los ojos; todos eran de diversos colores, pero predominando siempre aquel rojo lacre ardiente, más intenso aún que el llamado en Europa lava del Vesubio; luego, un amarillo rugiente, un violeta tornasolado, ¡qué yo!

La desesperante extensión de una mitad del planeta va a interponerse entre nosotros... ¡Ay! ¡quién me devolverá tus ojos amados de reflejos de oro, tus brazos suaves de blancura de hostia, tu voz ceceante de infantil arrullo, tu boca de lacre, tu pecho neumático, cojín de ensueños y de olvido!...

El alegre padre Loriot, que iba en misión a Pekín, llevó esta carta que yo lacré con el sello del convento: una cruz saliendo de un corazón inflamado. Los días pasaban.

Con ligereza suma introdujo la hojilla caldeada por debajo del lacre del cartapacio, y haciéndola girar lentamente, desprendió el sello tan entero y tan intacto, que de nuevo podía volverse a pegar sin rastro alguno de fractura. Después púsolo con grande precaución en un extremo del velador, sobre una hoja de papel blanco.

La cabeza cubierta con un pañuelo de seda, cuyas dos puntas, traídas sobre la frente, formaban como dos pequeños cuernos. Esos pañuelos eran precisamente los que herían los ojos; todos eran de diversos colores, pero predominando siempre aquel rojo lacre, ardiente, más intenso aún que ese llamado en Europa lava del Vesubio; luego, un amarillo rugiente, un violeta tornasolado, ¡qué se yo!

Un día, al volver a casa, me encontré con que habían dejado un bulto para . Era una caja de unos veinte centrímetros en cuadro, muy empaquetada y llena de sellos de lacre. ¿Qué es eso? me dijo mi madre. No . ¿Has pedido algo? Yo, no. Pero, ¿esperas alguna cosa? Ninguna. Desaté el paquete, le quité el papel, y apareció una caja de metal con su asa, y en ésta una llave sujeta por un cordón.

No salía, sin dejarlo todo en orden, cada cosa en su sitio de costumbre: la pluma, muy limpia, envuelta en el mismo pedacito de tela negra, que trajo el primer día; la chaqueta de casa, en el segundo clavo de la percha del fondo; el lápiz, la regla y el lacre en el cajón del centro de su mesa, objetos todos que cuidaba con cariñoso esmero, como dóciles compañeros de la labor diaria.

Y se fué á la mesa, se sentó y escribió lentamente una carta que cerró y selló, con el sello del uso privado del inquisidor general, sobre una especie de lacre verde. Tomad dijo : llevad esta carta á la madre Misericordia y os dará otra, que llevaréis al duque de Lerma. ¡Ah!

Palabra del Dia

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