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Actualizado: 20 de mayo de 2025


Acompañada del inspector y algunos guardias recorría incesantemente los parajes más apartados en pos de cualquiera vaga noticia, cruzando, como una Dolorosa, las calles en busca de su hijo. Mientras tanto, D.ª Carolina y Presentación experimentaban fuertes ataques de nervios. El mismo Mario se veía necesitado a apelar a los antiespasmódicos para no ser presa de ellos. Amaneció por fin el martes.

En efecto, «Amado Francisco Delaberge, oficial de la Legión de Honor», como dice el anuario, es inspector general de montes. Salido de la escuela de Nancy a los veintidós años, ha ascendido rápida y merecidamente. No sólo posee vastísimos conocimientos en materia de selvicultura, sino que se mostró siempre como un notable administrador.

Nada le cuesta a usted la paciencia, señor inspector general, pues cobra su sueldo del mismo modo. Bastante más cara es para nosotros, pues nos perjudican mucho esas lentitudes administrativas. Mientras usted nos adormece con buenas palabras, quedan desconocidos nuestros derechos, nuestros intereses sufren y disminuyen nuestros recursos.

Hubiérase dicho que, avergonzado de haber sido visto en aquel sitio, trataba de escapar y de esconderse tras las altas espigas a fin de no ser reconocido. El inspector general se detuvo un momento contemplando la figura de aquel hombre que cada vez se iba haciendo menos distinta. ¡Es singular! dijo Delaberge casi en voz alta. Tiene este fugitivo una gran semejanza con Simón Princetot.

Delante iban los más pequeños, y detrás los mayores; el capellán, el inspector y los demás profesores cerraban la marcha. Cuando llegaban a un paraje solitario y apartado, se hacía alto y se rompían filas. Durante una hora entregábanse todos a los juegos peculiares de la infancia, el salto, la pelota, la peonza, etc.

Leopoldo Montes aspiraba a que Rubín le llevase de secretario; pero esto no era fácil. «Chico, yo se lo diré a Villalonga. Creo que me dan el secretario hecho... Veremos si te meto de inspector de policía». Otros tertuliantes sentían envidia, y aunque felicitaban y adulaban al favorecido, al propio tiempo hacían pronósticos de las dificultades que había de tener en el gobierno de su ínsula.

La pequeña ciudad le pareció más fría y más triste que la víspera. La sombra que la iglesia de San Juan lanzaba sobre el húmedo patio de la casa de Voinchet parecía extenderse y penetrar hasta el fondo del alma del inspector general... Esto le hizo tomar la resolución de adelantar todo lo posible su partida.

Además, en la calle de la Escalinata creo que ha habido ayer otra reunión por el estilo. Oír esto García y perder la razón fue todo uno. Y en su locura furiosa comenzó a desbarrar de un modo lamentable. Lo mejor que se le ocurrió para contrarrestar la obra tenebrosa de aquella vil canalla fue ir a visitar al inspector de policía del distrito y prevenirle de tales focos de conspiración.

Quieren casarse con gentes de su mundo propio y mientras te engaña con palabras dulces y alegres sonrisas, la señora Liénard se deja hacer la corte por el inspector general. ¡Vaya, mamá! dijo Simón. ¡Qué sabes de eso! Lo muy bien afirmó la señora Miguelina; ¡si salta a los ojos!... Hace una semana que está aquí y le ha hecho ya tres visitas a la propietaria de Rosalinda.

Encontramos al aduanero disponiéndose a comer al amor de la lumbre, en compañía de su mujer y sus hijos. Todas aquellas gentes tenían caras pálidas, amarillentas, grandes ojos sombreados por la fiebre. La madre, joven todavía, con un niño de pechos en los brazos, estremecíase de frío cuando hablaba con nosotros. Es un puesto mortífero me dijo en voz baja el inspector.

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