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Actualizado: 20 de mayo de 2025


, pero luego sería preciso decir los nombres y la calidad, con lo cual quedaba destruido el incógnito. Además, su reserva podría parecer extraña al bueno de Princetot. A despecho de su experiencia y de su despierto espíritu, el inspector general estaba hecho del mismo barro que el resto de los hombres.

Después de la comida en Rosalinda, al encontrarse de nuevo en la hospedería del Sol de Oro, ¿no había por un momento sentido la ilusión de verse a mismo apoyado de codos en la ventana de su antiguo cuarto? ¿No explicaba también esta singular semejanza la espontánea simpatía de la señora Liénard, apenas se vieron en casa de su amigo el inspector?

Durante, ese tiempo, los niños, que parecían aterrados por la presencia del inspector, concluyeron pronto de comer las castañas y el queso blanco. ¡Y siempre agua, sólo agua en la mesa! Sin embargo, ¡hubiera venido tan bien un trago de vino a los pequeños! ¡Ah, miseria!

Y al decir esto, Amparo se incorporaba, casi se ponía de pie en la silla, a pesar de los enérgicos y apremiantes ¡sttt!, de la maestra, a pesar del inspector de labores, que no hacía un momento estaba asomado a la entrada del taller, silencioso y grave.

Llegaron junto a una puertecilla, que la yedra medio obstruía y que la señora Liénard pudo abrir apenas. Le acompañó todavía algunos pasos fuera del parque y después tendió al inspector general la mano. No tiene más que seguir este camino... Hasta muy pronto... Y perdóneme que haya abusado de su paciencia.

Y mientras le daba con palabras confusas las gracias, llegaba el carruaje ante la pequeña estación casi perdida en medio de los bosques. Ambos saltaron a tierra y en aquel mismo instante la campana anunció la llegada del tren, resonando dolorosamente sus metálicas vibraciones en el corazón del inspector general.

La infinita tristeza del crepúsculo en aquel sitio tan lleno de soledad, penetraba hasta lo más íntimo en el espíritu del inspector general y una honda amargura le subía a los labios: «¡Demasiado tarde! pensaba. ¡Es demasiado tarde!... ¡No se recomienza la vida cuando se quiere!...»

Cuando ofreció el azúcar al inspector general, éste le dio las gracias, diciendo que tomaba el café sin azúcar. ¡Es raro! exclamó aturdidamente la viuda. Lo mismo que el señor Simón...

Ese carácter tan lleno de alegría y de franqueza, ese corazón de mujer joven que se abría con tan buena fe, esos límpidos ojos que sonreían tan confiados, esa íntima conversación en medio de unos jardines llenos de flores, con el acompañamiento del cantar de los pájaros y el arrullo de las palomas, todo junto iba desvaneciendo los sentidos del inspector general como podía haber hecho un vino dulce y generoso, vino que, cuando se ha llegado a los cincuenta, se sube con tanta mayor facilidad a la cabeza por cuanto no se está ya acostumbrado.

Recordaba la impresión de hondo disgusto que había dejado en su alma la primera visita que hizo Delaberge a Rosalinda... Por encima de los árboles del bosque, distinguía entonces las puntiagudas torrecillas de la casa de la señora Liénard y decíase que, sin duda, en aquel mismo momento se encontraba el inspector general conversando con la joven y aprovechando la ocasión para llevar a buen término sus propósitos matrimoniales... A esta idea, un acceso de ira le hizo subir la sangre a la cabeza mientras una angustia terrible le oprimía el corazón.

Palabra del Dia

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