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Actualizado: 6 de junio de 2025
Y al decir esto llevó mano al bolsillo. Pero en el mismo instante echó una mirada á la calle por el balcón medio abierto y vió á la vieja Rosenda que desde lo alto de su hórreo los espiaba. ¡Ya está aquella bruja fisgando! exclamó poniéndose serio. Ven acá, Florita, ven á mi cuarto. Y enderezando los pasos hacia la escalera la bajó seguido de la joven y se entró en su cuarto.
Más lejos, en paraje descubierto, danzaban otros formando enormes círculos que giraban cadenciosamente al compás de sus cantos. Florita, ¿dónde tienes á Jacinto? preguntó una joven de la Pola á la gentil molinerita de Lorío. Ambas se hallaban próximas al hórreo contemplando el baile.
La hueste de mendigos descansa al sol ante el portal de la casona y se tiende por la orilla del camino aldeano. Sobre la veleta del hórreo, el gallo clarinea, en el sol, dorado y soberbio. ¡De toda la vida lo recuerdo! Al son de las doce repartíase el pan y las berzas a los pobres que acudíamos a este portal. Era una caridad de fundación. Venía desde los difuntos señores que levantaron la casona.
Arrimada al hórreo estaba la escala. Perucho comenzó a subir, operación bastante difícil atendido el estorbo que le hacía la chiquilla.
La vieja le cogió por la parte de oreja que le quedaba y dio tres o cuatro tirones con fuerza. El perro lanzó un aullido de dolor. Luego le cogió por la otra, y otros tantos tirones. Mayor y más triste aullido aún. Cumplidos sus deberes con la justicia de la tierra, el mastín se retrajo de nuevo hacia la tabla del hórreo, no sin lanzar por lo bajo algunas imprecaciones y blasfemias.
La iglesia y la casa rectoral estaban un buen trecho más allá, en una angostura sombría y húmeda. Todo dormía en el silencio más completo cuando el joven sacerdote llegó. Las gallinas picoteaban en la calle delante de la casa; un gato rabón se lavaba la cara sentado sobre la paredilla de la huerta, y un mastín desorejado dormía de bruces sobre la tabla del hórreo vecino de la casa.
Enfrente, alrededor, debajo, por todos lados, la rodeaba un mar de espigas de oro, que al menor movimiento de Perucho se derrumbaban en suaves cascadas, y donde el sol, penetrando por los intersticios del enrejado del hórreo, tendía galones más claros, movibles listas de luz. Perucho comprendió que poseía en las espigas un recurso inestimable para divertir a la pequeña.
¿Dónde estabas tú, belicoso Bartolo, dónde estabas tú en aquel momento de perdurable memoria para nosotros? Habías llegado tarde á la romería y te habías acercado al hórreo donde los zagales y zagalas se entregaban al baile. Allí tropezaste con un amigo que te invitó á beber unos vasos de sidra.
Palabra del Dia
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