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El Mayor General José de Jesús Monteagudo, comandante en Jefe del Ejército de la República, puede en justicia sentirse orgulloso y satisfecho de haber logrado lo que ningún general europeo ni americano pudo jamás lograr: aplastar en poco tiempo una revolución de guerrilleros montañeses que se negaban sistemáticamente á combatir.

Pero Lorquin había hablado con sobrada ligereza; después de recorrer doscientos o trescientos pasos por el valle, los cosacos se apretujaron como una bandada de estorninos, describiendo un círculo, y con la lanza en ristre y la cara casi entre las orejas de sus caballos se lanzaron a todo correr contra los guerrilleros, gritando con voz ronca: «¡Hurra, hurraFue un momento terrible.

Los guerrilleros parecían estupefactos; era imposible retroceder: por un lado había que saltar un muro del prado, y por el otro, era preciso trepar por la montaña. En su turbación, la pobre labradora cogió a Luisa por un brazo y gritó con voz alterada por el peligro: ¡Huyamos al bosque! Y quiso saltar por encima del trineo; pero sus pies no pudieron separarse de la paja.

Todo, en efecto, parecía justificar sus temores. Los guerrilleros, muy inferiores en número, retrocedían. No tardó en producirse un remolino en el que se mezclaban los adversarios; los cosacos, franqueando el muro, llegaron al sendero, y un lanzazo, hábilmente dirigido, ensartó el moño de la anciana, quien sintió el hierro frío deslizarse hasta su nuca.

Y los valles se sucedían unos a otros; el trineo subía, bajaba, volvía a la derecha, después a la izquierda, y los guerrilleros, con la bayoneta calada, seguían la marcha sin detenerse. De este modo caminaron todos hasta las tres de la madrugada, en que llegaron a la pradera de Brimbelles, sitio en el cual se ve hoy todavía una hermosa encina que avanza sobre el camino, al dar la vuelta al valle.

Su patrón lo enviaba en viaje por todo el país, y así había conocido, yendo en diligencia, los asaltos en los caminos, unas veces por las bandas de indígenas, otras por «montoneras» de guerrilleros que robaban a las gentes en nombre de un caudillo de provincia o de un partido político. La nación hervía entonces en revueltas civiles, antes de cristalizarse definitivamente.

Y ahora, señor comandante, a usted corresponde decidir. Hullin se volvió hacia los guerrilleros y les dijo sencillamente: ¿Habéis oído? Por mi parte, rehúso; pero me someteré si todos aceptan las proposiciones del enemigo. ¡Las rechazamos todos! dijo Jerónimo. , , todos repitieron los demás. Catalina Lefèvre, hasta entonces inflexible, pareció enternecerse al dirigir una mirada a Luisa.

Juan Claudio se adelantó a su encuentro, y desatándole con sus propias manos el pañuelo, le dijo: Si desea usted comunicarme algo, señor, ya le escucho. Los guerrilleros estaban a quince pasos del grupo que los recién llegados y Juan Claudio formaban.

Los cuerpos y columnas de guerrilleros, mandados por D. Juan de la Cruz, el conde de Valdecañas y el clérigo Argote, se habían desparramado como enjambre mortífero por los pueblos y caseríos que dominaba el Cuartel General francés en las primeras estribaciones de la sierra, al Norte de Andújar.

Descendieron algunos montañeses hasta el pie del monte para recoger a los muertos; abriose a la derecha de la casa de labor una ancha fosa, en la que guerrilleros y kaiserlicks, con sus vestidos, sus sombreros, sus chacós y sus uniformes, fueron colocados unos al lado de otros.