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Actualizado: 15 de noviembre de 2025


Clara estaba orgullosa de su hermano. Este orgullo inspiraba celos a Tristán, que se sentía humillado. Aunque tenía la consideración de no contradecir estas expansiones del cariño fraternal guardaba, cuando estallaban, un silencio desdeñoso, y este silencio hería a su vez a Clara.

Y ellos, regocijados por la alegría de la vieja, reían como niños grandes, con una carcajada sonora que marcaba bajo la piel la fuerte osamenta de las mandíbulas y dejaba al descubierto el luminoso marfil de unas dentaduras envidiables. La vieja se levantó la falda para rebuscar en una bolsa de lienzo pendiente sobre las enaguas, donde guardaba el capital de su comercio.

Todo su porvenir estaba condensado en ella. «¡La aldea!» A la mañana siguiente el barro del jardín guardaba impresas todavía las huellas de Lázaro, indicando el sitio donde había escalado la verja para huir, como un ladrón, de aquella casa, donde era tenido casi por un santo.

Luego hizo el elogio de su esposa, excelente directora de hogar, madre que se sacrificaba con modestia por sus hijos, por su esposo. ¡Ay, la dulce Augusta!... Veinte años de matrimonio iban transcurridos, y la adoraba como el día en que se vieron por primera vez. Guardaba en un bolsillo de su uniforme todas las cartas que ella le había escrito desde el principio de la campaña.

Después, a la caída del sol, entraba en la capillita donde yacían los difuntos de su familia, guardaba los azadones, los rastrillos, las grandes regaderas, todo esto tranquilamente, con la serenidad de un jardinero de cementerio.

Más de una volvió la cara para seguir con la vista al mancebo de cabello ensortijado y ojos altivos. Cuando dió vista á Oviedo eran bien sonadas las diez de la mañana. ¡Cómo latió su corazón al contemplar por vez primera aquella ciudad que guardaba el más caro tesoro de su existencia!

El público guardaba absoluto silencio: esperaba con ansia lo que iba a salir de allí, clavados los ojos en las trampas abiertas en el suelo del escenario. De pronto, de aquella música suave y misteriosa salió un trompetazo desafinado. El señor Anselmo se volvió y dirigió una mirada de reprensión al músico, que se puso colorado hasta las orejas. Hubo en el público fuerte y prolongado murmullo.

Lo dijo con la sonrisa de siempre. Estaban presentes el cura de la Segada y el licenciado Velasco de la Cueva. El conde de Trevia guardaba á su mujer delante de gente el respeto y atención que la más egregia dama pudiera exigir de su marido. Aun, en este punto, iba más allá de lo que ordinariamente se practica en el mundo.

Más le importaba la conducta de aquel ingrato que a su lado dormía tan tranquilo. Porque no tenía duda de que Juan andaba algo distraído, y esto no lo podían notar sus padres por la sencilla razón de que no le veían nunca tan cerca como su mujer. El pérfido guardaba tan bien las apariencias, que nada hacía ni decía en familia que no revelara una conducta regular y correctísima.

No hicieron el viaje juntos, por último escrúpulo de casado en una línea donde era muy conocido; pero al salir de la estación subieron en el brec de la casa. Cuando Nébel quedaba solo en el ingenio, no guardaba a su servicio doméstico más que a una vieja india, pues a más de su propia frugalidad su mujer se llevaba consigo toda la servidumbre.

Palabra del Dia

vengado

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