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En el mismo instante sonaron varios tiros de revólver y vió cómo saltaban hechos pedazos los vidrios de las ventanas y de las dos puertas del boliche. Surgieron por estas aberturas, lo mismo que proyectiles, botellas, vasos, y hasta un cráneo de caballo. A continuación aparecieron algunos gauchos amigos de Manos Duras, que marchaban de espaldas disparando sus revólveres.

Eran gauchos venidos del Chaco conduciendo rebaños; hombretones de perfil aguileño y maneras nobles, que recordaban por su aspecto á los jinetes árabes de las leyendas.

Las atrocidades de que era teatro sangriento Buenos Aires habían, por otra parte, hecho huir a la campaña a una inmensa multitud de ciudadanos, que, mezclándose con los gauchos, iban obrando lentamente una fusión radical entre los hombres del campo y los de la ciudad; la común desgracia los reunía; unos y otros execraban aquel monstruo sediento de sangre y de crímenes, ligándolos para siempre en un voto común.

Figúrate que el Presidente de la República tuvo que ir al mostrador para poder tomar una copa de champaña. Si nada menos que el Presidente tuvo que andar así, ¿cómo andarían los demás? Es verdad que, como don Victorino está por caer, ya nadie le hará caso. El mundo, sobre todo el mundo de frac, es desvergonzadamente exitista. Los gauchos son más piadosos y tiernos con el árbol caído.

Sus padres, sus abuelos, toda su familia, habían sido personas excelentes, «gauchos buenos», que vivían de la crianza de la propia «hacienda». Pero Manos Duras había nacido para ser «gaucho malo», ladrón de reses y matón. En vano su padre, hombre de bien, le daba buenos consejos y sanos ejemplos.

Desgraciadamente el cantor, con ser el bardo argentino, no está libre de tener que habérselas con la Justicia. El año 1840, entre un grupo de gauchos y a orillas del majestuoso Paraná, estaba sentado en el suelo, y con las piernas cruzadas, un cantor que tenía azorado y divertido a su auditorio con la larga y animada historia de sus trabajos y aventuras.

Por lo demas, ella se funda en la tradición popular que ha hecho de Santos Vega una especie de mito; que vive en la memoria de todos, envuelto en las nubes prestigiosas del misterio. De noche bajo de un árbol Aparece triste bela. Tal es el nombre que los gauchos dan á los fuegos fátuos que se levantan de los sepulcros, y que suponen ser el alma en pena de los muertos.

Así es que, para hacer hablar á los gauchos, los poetas han empleado todos los modismos gauchos, han aceptado todos sus barbarismos, elevando al rango de poesía una jerga, muy enérgica, muy pintorezca y muy graciosa, para los que conocen las costumbres de nuestros campesinos, pero que por solo no constituye lo que propiamente puede llamarse poesía.

El joven Echeverría residió algunos meses en la campaña en 1840, y la fama de sus versos sobre la pampa le había precedido ya; los gauchos lo rodeaban con respeto y afición, y cuando un recién venido mostraba señales de desdén hacia el cajetilla, alguno le insinuaba al oído: «Es poeta», y toda prevención hostil cesaba al oír este título privilegiado.

Lo conocía por ciertas publicaciones de viajes, cuyas láminas representaban tropeles de caballos en libertad, indios desnudos y emplumados, gauchos hirsutos volteando sobre sus cabezas lazos serpenteantes y correas con bolas.