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Actualizado: 28 de noviembre de 2025
Muchas veces renovó a Juan Pablo sus pagarés, y últimamente le había apremiado con cierta acritud. Rubín condensaba sus sentimientos respecto al prestamista en esta frase: «Pagarle y después romperle la cabeza». Desde que le veía en las mesas de enfrente, sentía una desazón profundísima, mal de estómago y como ganas de enfadarse.
Ninguna. ¿Qué honradez era aquella que apetecía, no sabiendo trabajar, no queriendo volver con su marido y no teniendo malditas ganas de irse a un yermo a comer raíces?
Puede que consistiera esto en las pocas ganas que yo tenía de llegar al fin de nuestro viaje; porque desde luego no consistía en lo divertido de mi conversación con los dos mozones ni en los extremos de regocijo a que se entregaba Chorcos a cada instante, como si fuera a sus propias bodas.
...¡No sé!... aquí... no sé qué tengo... ¡ganas de llorar! Llora... así... llora no más... eso te hará bien... Lorenzo lloraba a sollozos, recostada la cabeza en el hombro de Melchor, de cuyos ojos caían silenciosas lágrimas sobre el cabello de su amigo... ...Bueno... ¡ya pasó...! ¡Cuánto te incomodo!... ¡Al contrario!... acabas de darme un alegrón... ¿Esto más?... ¡eres un santo, Melchor!
Quizás la señora de Jáuregui creía sentir también en su alma algo de aquella levadura autocrática, de aquella iniciativa ardiente y de aquel poder organizador, y esta especie de parentesco espiritual era quizás lo que le infundía mayores ganas de tratarla íntimamente.
El dibujante, con gran calma, le contó entonces su propio drama de amor. Vaya a su casa concluyó y si a las once no ha cambiado de idea, vuelva a almorzar conmigo, si es que tenemos qué. Después hará lo que quiera. ¿Me lo jura? Se lo juro contestó Nébel, devolviéndole su estrecho apretón con grandes ganas de llorar.
Ya desde entonces se dedicaban con preferencia a esta patriótica tarea de arreglar al país los hombres sin oficio ni ganas de aprenderlo, que sentían la irresistible vocación del empleo lucrativo. Algunos lo hacían también por cierta desavenencia ingénita con el poder público, y los menos por exaltación de ideas o por leal deseo de labrar el bien de la muchedumbre.
Si Dios me ha hecho alegre como un pájaro, yo no tengo la culpa; y, después de todo, eso no es un crimen. Pero cuando estoy delante de él y él me mira con su cara grave y enfurruñada, se me pasan las ganas de hacer locuras... y de estar sentada e inmóvil una se aburre a menudo, una... Se detiene y reflexiona. Querría quejarse pero no sabe de qué. Contigo, es otra cosa continúa.
Tal sospecha, lo confieso, me quita las ganas de oir las lecciones de V., que de otro modo me entusiasmarían; tal sospecha disminuye el valor de dichas lecciones, que se me figuran interesadas y maliciosas: más que medio de enseñarme, me parecen medio de embaucarme. La malicia la pones tú, sobrina respondió el Comendador. Yo procedo con la mayor sencillez.
Estaba el hombre con los nervios tirantes, sin poder permanecer quieto ni un momento, tan pronto con ganas de echarse á llorar como de soltar la risa. Iba y venía del comedor á la puerta de la alcoba, de ésta á su despacho, y del despacho al gabinete.
Palabra del Dia
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