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Actualizado: 25 de mayo de 2025


Doña Paula sonrió, sin que su hijo lo notase. «Así te quiero» pensó, y siguió diciendo: Pero el único flaco que podemos presentarles es este, Fermo; bien lo sabes; acuérdate de la otra vez. Aquella era una... mujer perdida. Pero te engañó ¿verdad? No, madre; no me engañó; ¿qué sabe usted? Los ojos de doña Paula eran un par de inquisidores. Aquello de la Brigadiera nunca había podido aclararlo.

Era altísimo, flaco, desgarbado, amarillento, siendo de notar en su rostro la viveza de los ojos así como la regular longitud de las abanicadas orejas. ¡Singular hombre!

Cuando le oímos mencionar que su esposo había vuelto del mar, los dos pusimos toda atención a sus palabras. Aquí era donde residía, evidentemente, el hombre que Burton Blair había buscado de una punta a la otra de Inglaterra. Se abrió una puerta y avanzó un hombre alto, flaco, viejo, de blancos cabellos y barba gris puntiaguda.

En el pilar que divide las dos hojas de la puerta, Jesús, con corona y manto de rey, flaco, estirado, con el aire enfermizo y mísero que los imagineros medioevales daban a sus figuras para expresar la divina sublimidad.

Era un monóculo fijo en él con insistencia agresiva. Un teniente flaco, de talle apretado, que conservaba el mismo aspecto de los oficiales que él había visto en Berlín, un verdadero junker, estaba á pocos pasos, sable en mano, detrás de sus hombres, como un pastor, sombrío y colérico. ¿Qué hace usted aquí? dijo rudamente.

Diez ó doce mujeres, zambitas y zambazas, ó viejas requemadas, todas alegres, con alpargata suelta por calzado, un pañuelo de cuadros escandalosos atado á la cabeza en forma de gorro ó turbante, y un camison flaco y desairado, de zaraza ó muselina burda, con el gracioso arete de oro ó tumbago en la oreja, hicieron irrupcion por todas las escaleras del vapor, seguidas de veinte muchachos y mocetones, rollizos y tostados por el calor tropical.

El ségare Piorette, un hombrecillo flaco, escurrido, enérgico, con las cejas negras en medio de la frente y la pipa en la boca, estaba junto al umbral de su choza, y contemplaba, con la mirada a la vez viva y profunda, el conjunto de aquella escena. Mientras tanto, la impaciencia aumentaba de minuto en minuto.

Tan flaco era su rostro, que al verlo de perfil podría tenérsele por construido de chapa, como las figuras de las veletas. En su cuello no cabían más costurones, y en una de sus orejas el agujero del pendiente era tan grande, que por él se podría meter con toda holgura un dedo.

No había hombre más dulce, más inofensivo en su trato. Jamás se le oyó hablar mal de nadie. Los que ven siempre la parte negra de las cosas de este mundo y el lado flaco de los caracteres, que van siendo cada vez más, por desgracia, sostenían que si no murmuraba era porque no sabía, que era tan bueno porque no podía ser otra cosa. ¡Como si no hubiera necios perversos!

Este era un turco de elevada estatura, de unos treinta y cinco años de edad, muy flaco y delicado, con largas piernas arqueadas; pero, por lo demás, un muchacho excelente, dotado de talento natural. Por más que digan, hay también gentes de mérito entre los turcos.

Palabra del Dia

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