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Actualizado: 18 de junio de 2025
Era mejor que lo matasen los alemanes... Y empezó á acariciar mentalmente la idea de recoger un arma de cualquiera de los muertos, cayendo sobre el junker que le había abofeteado. Estaba llenando por tercera vez los cubos y contemplaba de espaldas al teniente, cuando ocurrió una cosa inverosímil, absurda, algo que le hizo recordar las fantásticas mutaciones del cinematógrafo.
Y cuando sus amigos le amenazaban con una revolución, el junker feroz se llevaba las manos á los ijares, lanzando las más insolentes de sus carcajadas. ¡Una revolución en Prusia!... Nadie como él conocía á su pueblo. Tchernoff no era patriota. Muchas veces le había oído Argensola hablar contra su país.
Era un monóculo fijo en él con insistencia agresiva. Un teniente flaco, de talle apretado, que conservaba el mismo aspecto de los oficiales que él había visto en Berlín, un verdadero junker, estaba á pocos pasos, sable en mano, detrás de sus hombres, como un pastor, sombrío y colérico. ¿Qué hace usted aquí? dijo rudamente.
Era el junker, el oficial del monóculo. Volvía á caer en sus manos... Le señaló con el extremo de su revólver dos cubos que estaban á corta distancia. Debía llenarlos en la laguna y dar de beber á sus hombres, sofocados por el sol. El tono imperioso no admitía réplica, pero don Marcelo intentó resistirse. ¿El sirviendo de criado á los alemanes?... Su extrañeza fué corta.
Palabra del Dia
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