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Actualizado: 14 de julio de 2025
El señor Fermín que iba a la cabeza de la procesión, estaba ya en mitad de la cuesta, cuando apareció en la entrada de la capilla el grupo más interesante; el padre Urizábal, con una capa de claveles rojos y dorados deslumbrantes, y junto a él Dupont, empuñando su cirio como una espada, mirando a todos lados imperiosamente, para que la ceremonia marchase bien y no la desluciera el menor descuido.
Quedó satisfecho, con la conciencia de su cuerpo fuerte, oculto bajo el manteo epiceno y la sotana flotante y escultural. Iba a salir. Teresina apareció en el umbral, seria, con la mirada en el suelo, con la expresión de los santos de cromo. ¿Qué hay? Una joven pregunta si se puede ver al señorito. ¿A mí? don Fermín encogió los hombros . ¿Quién es? Petra, la doncella de la señora Regenta.
Pero allí se le buscó al Obispo una ama de llaves y Paula siguió ejerciendo desde su casa sus funciones de suprema inspección. Fermín fue medrando, medrando; el muchacho valía, pero más valía su madre.
El señor Fermín era una de las curiosidades de Marchamalo, que don Pablo exhibía a sus acompañantes.
La audacia con que se recogía la falda, marcando las curvas más opulentas de su cuerpo y dejando al descubierto gran parte de las medias, irritaba a las mujeres. ¡Vaya usted con Dios, marquesita salerosa! dijo Fermín cerrándola el paso.
Era el jabalí de la Iglesia, que al verse en terreno favorable, en aquella tierra donde crecía frondoso el bosque de la fe y de la sumisión ciega, saltaba iracundo, repartiendo colmillazos á todos lados. «A los enemigos de la religión, palo», decía con fiera arrogancia, que enardecía á su laico auxiliar Fermín Urquiola. No perdonaba medio para propagar sus belicosos propósitos.
Don Fermín quedó satisfecho del vestido, aunque no de que fuéramos al baile. El vestido, según pudo entrever acercando los ojos a la celosía del confesonario, era bastante subido, no dejaba ver más que un ángulo del pecho en que apenas cabía la cruz de brillantes, que Ana llevó también a la Iglesia para que se viera cómo hacía el conjunto.
Durante la velada sufrieron el tormento de tener que sonreír al pobre padre, de seguir su conversación sobre los sucesos que se preparaban para el día siguiente, de manifestar Fermín sus opiniones acerca de la asamblea de los rebeldes en los llanos de Caulina. El joven no pudo dormir.
Pálido, temblorosa la barba hasta que la sujetó mordiendo el labio inferior, don Fermín miró a su enemigo con asombro y con una expresión de dolor que llenó de alegría el alma torcida del Arcediano.
Algunas semanas pasaba Teresina triste, temerosa de haber perdido su dominio sobre el señorito; entonces era cuando el Magistral vivía al lado de Ana libre de congojas, tranquilo en su conciencia; pero poco a poco el tormento de la tentación reaparecía; sus ataques eran más terribles, sobre todo más peligrosos, que los del remordimiento; la castidad de Ana, su inocencia de mujer virtuosa, su piedad sincera, la fe con que creía en aquella amistad espiritual, sin mezcla de pecado, eran incentivo para la pasión de don Fermín y hacían mayor el peligro; por que ella que no temía nada malo, vivía descuidada sin ver que su confianza, su cariñosa solicitud, aquella dulce intimidad, todo lo que decía y hacía era leña que echaba en una hoguera.
Palabra del Dia
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