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Actualizado: 14 de julio de 2025
¡Habló usted de un modo! Hablé con el alma... Yo estaba siendo una ingrata sin saberlo.... Pero al fin... vida nueva; ¿no es verdad, hija mía? Sí, sí, padre mío, vida nueva.... Callaron y se miraron. Don Fermín, sin pensar en contenerse, cogió una mano de la Regenta que estaba apoyada en un almohadón de crochet, y la oprimió entre las suyas sacudiéndola.
Pero no mató. Se acercó a la portería y preguntó... por el señor obispo de Nauplia, que estaba de paso en Vetusta. Ha salido le dijeron. Y don Fermín sin ver lo que hacía, dobló una tarjeta y la dejó al portero. Y volvió a su casa. Se encerró en el despacho. Dijo que no estaba para nadie y se paseó por la estrecha habitación como por una jaula. Se sentó, escribió dos pliegos.
«¡Esta sí que era resolución firme! Iba a ser buena, buena, de Dios, sólo de Dios; ya lo vería el Magistral. Y él, don Fermín, sería su maestro vivo, de carne y hueso; pero además tendría otro; la santa doctora, la divina Teresa de Jesús... que estaba allí, junto a su cabecera esperándola amorosa, para entregarle los tesoros de su espíritu».
Irían en busca de Fermín.
Los sermones de don Fermín tenían por asunto casi siempre o la lucha con la impiedad moderna, la controversia de actualidad, o los vicios y virtudes y sus consecuencias.
En fin, parecía aquello una suspensión de hostilidades. «Bien venido fuera; don Fermín aceptaba la lucha, si se ofrecía, pero prefería la paz. Sobre todo ahora, que tenía más que hacer, algo mejor y más dulce que odiar y perseguir a miserables, dignos de desprecio y de lástima».
Esa gente sufre y calla, Fermín, porque las enseñanzas que heredaron de sus antecesores son más fuertes que sus cóleras. Pasan descalzos y hambrientos ante la imagen de Cristo; les dicen que murió por ellos, y el rebaño miserable no piensa en que han transcurrido siglos sin cumplirse nada de lo que aquél prometió.
¡Al infierno! ¡qué sé yo dónde me lleva este hombre! contestó don Víctor sin dar muchas voces, furioso, empeñado en abrir el paraguas que tropezaba con las ramas y se enredaba en las zarzas. La Marquesa continuaba vociferando, y hablaba por señas, pero don Víctor ya no la entendía y don Fermín ni la oía siquiera.
La verdad es que don Fermín es muy buen mozo, y, si las beatas se enamoran de él viéndole gallardo, pulcro, elegante y hablando como un Crisóstomo en el púlpito, él no tiene la culpa ni la cosa es contraria a las sabias leyes naturales. El Magistral sabía todo lo que Ripamilán pensaba de él y le consideraba el más fiel de sus parciales. Por eso le esperaba.
El Magistral respiró. «No era ella, era Obdulia». En el balcón no quedaba nadie; Don Fermín salió del portal arrimado a la pared y se alejó a buen paso. «No era ella, de fijo no era ella, iba pensando. Era la otra».
Palabra del Dia
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