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Actualizado: 20 de junio de 2025
Pero ¿por qué razón, señor Blair, ha abandonado usted el mar para perecer de necesidad en la tierra? le pregunté, pues la curiosidad habíase despertado en mí. Porque... porque tengo una razón... una razón muy poderosa fue su contestación vacilante. Y su cara asumió una misteriosa expresión, inescrutable como la de una esfinge, que me dejó penosamente confundido.
¡Gracias a los dioses que la Esfinge nos abre paso! exclamé. ¡Gracias! Porque desde tiempo inmemorial veníanos siguiendo, a cientos, a miles, a millones, una bandada de hambrientos lobos con ojos de fuego... Por mucho que corriéramos, ellos ganaban cada vez más y más terreno... Ya sentíamos sus dientes en nuestros muslos... ¡Y eran tantos, que cubrían la superficie de la Tierra!
Acepto de todo corazón la excusa, señor Núñez respondió la dama con una sonrisa que confirmaba la sinceridad de lo que decía , hasta como modelo de excusas corteses y delicadas... La Esfinge cortó aquí los cumplidos con el espadón de su palabra de hierro, y lanzó a su marido otra ojeada con la que le pedía estrecha cuenta de aquellas sus debilidades.
Un joven arquitecto, italiano, que el gobierno ha contratado para concluir la obra, se ha comido ya todas las uñas y el bigote mirando la esfinge. Mi humilde opinión es que ha llegado el momento de llamar al homeópata, para satisfacción de la familia, porque el Capitolio está muy enfermo y no le veo mejoría posible.
El amor había sido para ella lo que la antigua esfinge: cada vez que intentaba interrogarlo sentía en el corazón su zarpazo sin misericordia. Todas las abnegaciones y rebeldías del amor las había conocido aquella mujer.
Quedaba también un bolsón bien repleto y que nunca se desocupaba, aunque se hacía mucho uso de él, a disposición exclusiva de la Esfinge, para sus obras de caridad, que eran muchas y muy ignoradas; pero yo sé que la merecían especiales preferencias las madres sin amparo y los hambrientos de levita, que son los dos aspectos más horribles de la miseria de las ciudades; y también me consta que ninguna dádiva estimaba en tanto la señora de don Santiago como la de un par de medias de las que ella hacía. ¡Cómo las ponderaba y se las encarecía al pobre a quien se las regalaba!, ¡ella, que sacaba del bolsón la mano llena y cerrada, para ignorar lo que valía la limosna!
El P. Irene buscaba al bromista y vió al P. Salví, que estaba sentado á la derecha de la condesa, ponerse pálido como su servilleta mientras con los ojos desencajados contemplaba las misteriosas palabras. ¡La escena de la esfinge se le presentó en la memoria! ¿Qué hay, P. Salví? preguntó; ¿está usted reconociendo la firma de su amigo?
Señora... Y aquí se atascó el diálogo, porque la santa no se atrevía a pasar adelante. Pero quiso Dios que la misma esfinge le abriese camino diciéndole: «Yo conocía a usted de vista y de fama; pero nunca había tenido el gusto de hablarle... Es usted una santa, y cuando se muera, la canonizaremos y la pondremos en los altares».
O de que se pierda, ¿no es verdad? añadió aquí la marquesa, con un vigor de acento y de mirada que sorprendieron a la Esfinge misma. ¿Cuántos tiene usted? la preguntó ésta. También uno solo... Una hija. Pues no eche usted en olvido continuó la mujer sombría que el honor de las hijas depende del buen ejemplo de las madres.
Hasta entonces había permanecido mudo, en una butaca vieja, cuyas crines por innumerables agujeros se salían: allí estaba, con aspecto de esfinge, acentuado por la singular expresión de su rostro severo. Creo que ha llegado la ocasión de describir á este personaje, el más importante sin duda de los cuatro, y voy á hacerlo.
Palabra del Dia
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