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No solo con S. Gerónimo hizo esto, sino tambien con S. AGUSTIN, á quien impugnó disfrazándose con el nombre de PHEREPONO, y hablando de este santísimo y sapientísimo Doctor, y de su alto y profundo saber, como pudiera hablar de un niño que va á la Escuela.

Junto a él nos sentábamos nosotros, es decir, el cura, el maestro de escuela y yo. La cena fué abundante y sana.

La gente se imagina sin razón que es la Opera un mercado de placeres y una escuela de libertinaje. Nada de eso: se encuentran allí virtudes en mayor número que en ningún otro teatro de París. ¿Por qué? porque la virtud es allí más apreciada que en ninguna otra parte.

Severamente acostada en el hueco de un árbol cercano a la escuela, sólo le estaba permitido hacer ejercicio durante las excursiones de Melisa, quien, cumpliendo para con su muñeca, como lo hacía consigo misma, un severo deber, aquélla no conocía lujo de ningún género. Se le ocurrió a la señora Morfeo, obedeciendo a un laudable impulso, comprar otra muñeca que regaló a Melisa.

¿Sabes que no noto en ti ningún cambio?... Te encuentro hoy tan ágil y tan fuerte como al salir de la Escuela. ¡Adulador! replica Delaberge, la verdad es que nuestros cabellos comienzan a blanquear y que llevamos cada uno veintiocho años más sobre la cabeza. En el fondo, sin embargo, le han halagado no poco las palabras de su camarada, sobre todo al ver que éste parece mucho más viejo que él.

Así es interrumpió Maltrana . Yo he tratado en París americanos de origen español de todas alturas y latitudes, y salvo una minoría que ha hecho estudios, todos discurren de idéntico modo; como si les inculcasen esta manera de pensar en la escuela de primeras letras. España es la culpable de todos sus defectos, la responsable de todas sus faltas.

Faltáronnos los jóvenes de la Escuela Politécnica para que encabezasen a una ciudad que sólo pedía una voz de mando para salir a las calles y desbaratar la mazorca y desalojar al caníbal. La mazorca, malogradas estas tentativas, se encargó de la fácil tarea de inundar las calles de sangre y de helar el ánimo de los que sobrevivían a fuerza de crímenes.

Pero el más grandecito de ellos, iluminado por una idea feliz, corrió a este pueblo, donde hacía poco había llegado el hermano cura aquí presente y que me había dado muestras de amistad las diversas veces que había ido a ver mi escuela. Mi hijo le avisó del peligro que yo corría, y no se necesitó más; vino a salvarme.

Clarita y otras niñas de la escuela creían á pie juntillas que la madre Angustias no tenía ojos, y que todas sus facultades ópticas residían en aquellos dos temibles vidrios verdes, engastados en una armazón rancia y enmohecida; y acontecía que para imitarla cortaban dos redondeles de papel verde del forro del catecismo y se lo pegaban con saliva en los ojos, con lo cual se morían de risa.

Le sacó de la escuela, donde había aprendido a mal leer, y a los doce años entró como aprendiz de uno de los mejores zapateros de Sevilla. Aquí comenzó el martirio de la pobre mujer.