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El joven doctor no tenía otra familia que la de su primo y se instaló en su casa. Cristina, que había tenido una hija y por los cuidados de la maternidad salía poco de casa, acogió bien al doctor. La acompañaba tardes enteras hablándola de París, la famosa ciudad del pecado, contra la cual se exaltaban los predicadores y que ella solo había entrevisto en un rápido viaje de bodas.

Nunca fue demasiado aficionada a las galas, pero de pronto se descuidó por completo en el vestir; le gustaban las flores y dejó de adornar con ellas su cuarto; deliraba por la música y pasó semanas enteras sin abrir el piano.

Dentro de las casas reinaban, por el contrario, la animación y el bullicio, por estar recogidos los habitantes todos al amor de los hogares, donde ardían encinas enteras. Fuera, todo estaba congelado, incluso la guerra, que había dejado de moverse en el campo para latir en el corazón de las viviendas.

Herido su amor propio, acometió ciego a la res y quiso clavarle las banderillas a todo trance; el toro, que no se había movido, le enganchó por debajo del brazo y lo echó al aire. Sonó un grito de horror en la plaza. Las cuadrillas enteras se arrojaron sobre el animal, tratando de llevárselo; pero inútilmente.

Pasaba horas enteras sentada en una butaca, sin llorar siquiera, al parecer tranquila, pero en realidad presa de una desesperación que agitaba su cuerpo con estremecimientos nerviosos y hería su imaginación con ideas tristísimas. En vano le decían que era hermosa, rica y, lo que vale más, joven; que por fuerza, si no a consolarse y olvidar, llegaría a resignarse.

Uno de ellos llamó la atención de Leonora. Le contemplaba horas enteras hundida en el diván del café, casi oculta por los brazos, siempre en movimiento, de su padre. Era un joven extremadamente delgado y rubio. Su estrecha perilla y las finas melenas cubiertas por el desmesurado fieltro, recordaban a Leonora el Carlos I de Inglaterra, pintado por Van Dik, y visto por ella en las ilustraciones.

Mira, Fernandito, vida mía; te he dicho que no hables en ninguna parte... Eso no es cuestión de clima. ¿Te enteras?... De modo que mañana vuelves al colegio y le dices a ese señor rector, de mi parte, que yo no permito que Paquito comulgue sin estar convenientemente preparado... ¡He dicho!

No podemos probar lo contrario, esto es, que haya imitado directamente á los españoles; pero es evidente que ha aprovechado mucho las obras de Rotrou, tomando de ellas motivos de escenas enteras de sus obras; y como los dramas de Rotrou son casi todos arreglos de piezas españolas, resulta de esto que Racine, ya que no inmediata, mediatamente, debe también no poco á los autores españoles.

Partidas enteras de gente europea están por África cazando elefantes; y ahora cuenta los libros de una gran cacería, donde eran muchos los cazadores.

Las pausas eran tan frecuentes y dilatadas en esta reunión, que una sola llenaba á veces horas enteras y hasta noches.