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Todavía respiraba... Un tiro en la sien. Se contrajo el cuerpo bajo un estremecimiento final. Luego quedó inmóvil, con la rigidez del cadáver. Sonaron voces, formaron las dos compañías en columna, y al ritmo de sus instrumentos fueron desfilando ante el cuerpo de la muerta. Del lúgubre carruaje sacaron los hombres enlutados un féretro de madera blanca.

Su mujer y Margalida, que no se creían unidas por el parentesco a esta familia, manteníanse aparte, como si las alejase la diferencia entre sus alegres ropas domingueras y aquel aparato de dolor. El bondadoso Pep fingía enfadarse por los extremos de desesperación, cada vez más vehementes, de los enlutados... «¡Ya había bastante!

Un mozo que iba a pie, viendo caer al encamisado, comenzó a denostar a don Quijote, el cual, ya encolerizado, sin esperar más, enristrando su lanzón, arremetió a uno de los enlutados, y, mal ferido, dio con él en tierra; y, revolviéndose por los demás, era cosa de ver con la presteza que los acometía y desbarataba; que no parecía sino que en aquel instante le habían nacido alas a Rocinante, según andaba de ligero y orgulloso.

Aquella noche algunos caballeros enlutados atravesaban la ciudad a la luz de las hachas, llevando sobre los hombros largo ataúd, que fueron a depositar en la capilla de Mosen Rubí. Valderrábano, al dejar la iglesia, apoyose en el hombro de Ramiro y lloró tiernamente. Ramiro no pudo dormir en toda la noche.

Los enlutados, asimesmo, revueltos y envueltos en sus faldamentos y lobas, no se podían mover; así que, muy a su salvo, don Quijote los apaleó a todos y les hizo dejar el sitio mal de su grado, porque todos pensaron que aquél no era hombre, sino diablo del infierno que les salía a quitar el cuerpo muerto que en la litera llevaban.

A un extremo los cuadernillos apilados formaban compactas resmas blancas; a otro las mismas resmas ya con bordes negros, convertidas en papel de luto. Ido extendía sobre el tablero los pliegos de papel abiertos. Una muchacha, que debía de ser Rosita, contaba los pliegos ya enlutados y formaba los cuadernillos. Nicanora pidió permiso a las señoras para seguir trabajando.

Cruzo perdido el vasto firmamento, A sumergirme torno entre mismo Y se pierde otra vez mi pensamiento De mi propia existencia en el abismo... Delirios siento que mi mente aterran: Los Andes, a lo lejos, enlutados, Pienso que son las tumbas do se encierran Las cenizas de mundos ya juzgados...

Y, apartándose los dos a un lado del camino, tornaron a mirar atentamente lo que aquello de aquellas lumbres que caminaban podía ser; y de allí a muy poco descubrieron muchos encamisados, cuya temerosa visión de todo punto remató el ánimo de Sancho Panza, el cual comenzó a dar diente con diente, como quien tiene frío de cuartana; y creció más el batir y dentellear cuando distintamente vieron lo que era, porque descubrieron hasta veinte encamisados, todos a caballo, con sus hachas encendidas en las manos; detrás de los cuales venía una litera cubierta de luto, a la cual seguían otros seis de a caballo, enlutados hasta los pies de las mulas; que bien vieron que no eran caballos en el sosiego con que caminaban.

He aquí dos o tres seres humanos que viven en un caserón oscuro, que van enlutados, que tienen las puertas y las ventanas cerradas, que mantienen vivas continuamente unas candelicas ante unos santos, que rezan a cada campanada que da el reloj, que se acuerdan a cada momento de sus difuntos. Ya en esta pendiente se desciende fácilmente hasta lo último. Lo último es la muerte.

Si algo pudo mitigar el dolor de Fernando, fue el testimonio de respeto que en aquella ocasión se apresuró a darle la espuma de la sociedad madrileña: más de doscientos coches particulares siguieron el entierro de la pobre Mercedes; S. M. mandó el coche de respeto con los lacayos enlutados; después se recogieron a la puerta más de seiscientas tarjetas de pésame, y a los funerales que por el eterno descanso de su alma se celebraron en San Isidro, acudió un sinnúmero de personas de calidad, y en representación de S. M., el mayordomo de Palacio.