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Actualizado: 21 de mayo de 2025


Era indispensable, había que sacrificarlas. Encendí una, luego otra, y a la cuarta, una hermosa hoguera se levantó del peñasco. ¡Qué afecto más extraño debía producir desde lejos esta roca solitaria, con su penacho de humo en el aire! A ver los que ven el humo creen que es algo diabólico y no se atreven a venir pensaba yo.

¡Brrr!... hice, cerrando la puerta y escapando tan rápidamente como me lo permitían mis cansadas piernas. Y, una vez en mi aposento encendí mi buena y hermosa lámpara de trabajo, que me sonreía como el sol. Ahí estaba, arrimada contra la pared, mi vieja cama estrecha, con sus montantes rojos, su jergón gris y su piel de ciervo raída... ¡Ah señores! ¡qué consuelo sentí al verla!

Fui al comedor, tomé de la mesa un candelero de plata y encendí una vela: la esperma hirviente que cayó sobre mi mano, reveló cómo temblaba ésta, y cuán disculpable era la agitación de Sarto. Llegué a la puerta del sótano, la mancha roja, de color más obscuro en los bordes, se extendía al interior. Penetré unas dos varas en el sótano y elevé la vela.

Pero en los golpes de aquella noche había algo que los distinguía de los golpes de otras veces, oídos por sin alarma. Podía ser esto verdad, o producto de una alucinación mía; pero yo, en la duda, me atuve a lo primero y me levanté de un salto, encendí la bujía, me vestí en el aire y acudí a la llamada. Y resultó lo que yo me temía.

Una mariposa nocturna pasó rozándome la frente. Encendí la bujía y cerré la vidriera. Allí estaba mi lecho de niño: la camita de hierro con sus blancas colgaduras, y por la cual había yo suspirado tantas veces en el frío y desolado dormitorio del colegio. Allí estaba el aguamanil provisto de todo, con su toalla tejida por la tía Pepa.

Penetré de nuevo en el portal, con gran repugnancia y miedo. Encendí otro fósforo y eché una mirada oblicua á mi víctima, con la esperanza de verle alentar. Nada; allí estaba en el mismo sitio, rígido, amarillo, sin una gota de sangre en el rostro, lo cual me hizo pensar que había muerto de conmoción cerebral. Busqué el sombrero, metí por él la mano cerrada para desarrugarlo, me lo puse y salí.

Al cabo se fue, y corrí a mi cuarto, encendí agitadamente ta bujía y abrí la carta; «Ya estoy fuera del convento me decía. Si usted quiere recibir las calabazas prometidas, pase usted a las once por delante de mi casa. Estaré a la reja, y hablaremos». Puede juzgar cualquiera la viva alegría que aquella carta debió producirme. Todos mis sueños se realizaban de una vez.

Lo cierto fue que, desazonado y nervioso con la batalla de mis preocupaciones a oscuras, encendí la luz, y que no bien la hube encendido, me acordé de los papeles que mi tío me había dado en su cuarto al despedirnos, y había guardado yo después en un cajón de la cómoda. Buen recurso me dije , para sobrellevar estas largas horas de insomnio.

Palabra del Dia

bagani

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