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JIMENO. ¿Y no os parece, como a , que el Conde hace muy mal en exponer así su vida? Y si llegan a saber sus Altezas semejantes locuras... GUZMÁN. Calle... parece que se ha levantado ya... JIMENO. Temprano para lo que ha dormido. FERRANDO. Los enamorados, dicen que no duermen. GUZMÁN. Vamos allá, no nos eche de menos. FERRANDO. Y hoy que estará de mala guisa. JIMENO. , vamos.

Como la quinta estaba sobre una peña, a semejanza del castillo, tuvo Isidoro la ocurrencia de darle casi el mismo nombre, aunque en lengua castellana y recordando un sitio muy romántico que hay entre Antequera y Archidona. La quinta de Poldy se llamó la Peña de los Enamorados.

Cuando rechazasteis brutalmente al duque al pediros mi mano, yo me postré a los pies del emperador, rogándole que tuviese piedad de los infelices enamorados y que suavizase con su poder divino vuestra crueldad. EL CONDE. ¡, con su poder divino! ¡Muy bien dicho! ELSA. Y entonces el emperador, tomándome bajo su protección, os dirigió una orden en la que me llamaba su hija.

¡Yo no quiero morir, Ulises!... No soy aún vieja para morir. Yo adoro mi cuerpo, soy el primero de mis enamorados, y me aterro al pensar que puedo ser fusilada. Pasó por sus ojos un reflejo fosfórico; sus dientes chocaron con el castañeteo del terror.

Al notar que en el banco había otra pareja, se desasían, improvisaban una conversación cualquiera y ganaban cuanto antes la revuelta inmediata, para repetir el tierno enlazamiento, no sin antes saludar con una sonrisa al príncipe y á la duquesa, como si adivinasen en ellos á otros enamorados.

Señor dijo la tía María , ¿y va usted a tomar a dinero contado lo que dicen los enamorados? ¿Si Ramón Pérez, el pobrecillo, no es capaz de matar un gorrión, cómo puede usted creer que se vaya a matar cristianos? Pero considere usted que si se casa don Federico se nos quedará aquí para siempre, ¿y qué suerte no sería esta para todos?

»Su solo pensamiento era el himeneo; la alegría su solo sentimiento, ¡que es lo que un dios consolador envía a los enamorados! Pero he aquí que un día, el padre de Paulino le dijo: «Hay que partir y dejar el amor de ClaraPresa de la mayor emoción se dirige hacia su futura y le dice: «Deplorable suerte la nuestra. Mi padre quiere que esta misma noche nos pongamos en camino.

Me asombro de su atrevimiento, gentleman, pero ¡quién sabe si estos enamorados valerosos ven la realidad mejor que nosotros y conocen los goces de la vida más que los prudentes!... Yo, gentleman, tal vez hubiese sido como ellos, pero nunca tuve ocasión de conocer el amor. Mi mundo no me daba facilidades para enamorarme.

Quevedo lo dice, y hace su aserción verdadera el que la Inquisición revisó los libros de Quevedo, como los revisaba todos, y no se opuso á lo que decía respecto á los enamorados de las monjas, ni lo tachó ni lo encontró inmoral. Esto estaba en las costumbres de entonces; lo sabía todo el mundo, y no había por qué prohibir un libro que no decía más que lo que todo el mundo sabía.

Don Juan se encontraba al fin delante de ella, estaba bajo la influencia de su hermosura aumentada por el temor, por la agonía del alma, bajo el magnetismo de sus hermosos ojos ansiosos y enamorados, en contacto con aquella vigorosa organización que se estremecía aterrada. Don Juan lo olvidó todo; no vió más que á doña Clara.