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El suceso, que sirve de fundamento á estos diversos dramas, ocurrió en la ciudad de Teruel, en Aragón, en tiempo de Carlos V. Don Diego, mancebo noble, pero no rico, ama tiernamente á Doña Isabel, hija del opulento Don Pedro, y es correspondido de igual modo por ella; pero tiene por rival á Don Fernando, protegido por el padre de la doncella, y que cuenta también con el favor de Elena, sobrina de Don Pedro.

Y se puso á repetirle gravemente algunas palabras de ensalmo en que se conjuraba á una cierta Elena, hija de rey, que escarbando la tierra del monte Olivete se había hallado los tres clavos de Nuestro Señor, para que clavase uno de ellos en el corazón de Soledad. Para que no pueda vivir, ni sosegar, ni en silla sentar, ni en cama acostar, sino que muriendo de pena me venga á buscar.

Mientras tanto, Elena y Watson marchaban lentamente á caballo por la orilla del río. Ella mantenía cogida una mano de él, hablándole afectuosamente, con una expresión maternal.

Vió al poco rato cómo Elena se dirigía también disimuladamente hacia el gabinete, y sintió una curiosidad vergonzosa.

Elena empezó a meditar. Aquella cabecita ligera, evaporada, principió a darse cuenta vagamente del carácter de la gente que la rodeaba, sobre todo del carácter de su amante. Este había principiado por mostrar con ella un desinterés desdeñoso, susceptible, que aun haciéndola sufrir un poco no dejaba de lisonjearla en el fondo.

Además allí celebraba largas e interesantes conferencias con el primogénito del duque del Real-Saludo y Elena protegía sus amores y la duquesa los toleraba. La razón de esto último consistía en que sus principios impedían a la duquesa el estar de acuerdo con su marido en ningún asunto de este mundo.

¡Oh! ¡Oh! dijo sardónicamente la condesa , no negaréis que os he escuchado con calma. Esa historia de la joven, de un oficial, es un cuento inventado por los envidiosos; en cuanto a Elena, ya no está en Orsdael. ¡Dios mío! exclamó Marta palideciendo.

Se trataba solamente de un desembolso de veinte mil pesetas que antes de un año se convertirían en cuarenta mil. Elena no las tenía en aquel momento, pero no las hubiera entregado aunque las tuviese. Había entrado ya la desconfianza en su espíritu. Esta desconfianza se hizo más viva cuando observó el mal humor que mostró Núñez al conocer su negativa.

Al repetir Torrebianca las afirmaciones de esta mujer, que le inspiraba amor y orgullo al mismo tiempo, hacía memoria de un sinnúmero de personajes de la corte rusa ó de grandes damas amantes de los emperadores, todos parientes de Elena; pero él no los había visto nunca, por estar muertos desde muchos años antes ó vivir en sus lejanas tierras, enormes como Estados.

Se me ocurre una idea. ¿Si partiera para París con Elena? ¿Y por qué no para la casa de sanidad? No hay pocas casas de sanidad en Francia. No comprendo vuestra intención. Reparad, señora, que la autoridad podría preguntarnos el nombre de la casa de sanidad, y quizá nuestros enemigos consiguieran de ese modo su objeto.