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Actualizado: 6 de junio de 2025


Por último, en la plana tercera, aún podían leerse dos o tres gacetillas referentes al egregio huésped. El Joven Sarriense se limitó a dar la noticia de su llegada en un gacetilla cortés y fría, titulada Bien venido. Pero a renglón seguido, y cogiendo la ocasión por los pelos, la emprendió como siempre a tajos y mandobles con sus enemigos.

El Duque ofreció su brazo a doña Paula y se trasladaron todos al comedor. Esta ocupó el sitio preferente por indicación previa de su hija. El Duque se colocó a su derecha; don Rufo a su izquierda; los demás se fueron sentando sin orden: Venturita a la derecha del egregio huésped, después Alvaro Peña, Cosío, Pablito, don Rosendo. Gonzalo al lado de Cecilia.

Ahí está Byron con su numeroso cortejo de desgraciados, a quienes el mundo no comprende, almas doloridas, corazones que destilan sangre y versos lacrimosos. Y por último, vivo está todavía, por dicha nuestra, el egregio autor de las Orientales y la Hojas de Otoño, y viva también una gran parte de sus discípulos, cuyos trinos y gorjeos escucha el mundo con placer.

En el bello elogio que hace Enrique Heine de nuestro egregio compatriota el Rabi Jehuda ben Leví de Toledo, después de ponderar las altas dotes de aquella alma, llega a suponer que el mismo Dios al crearla, la besó prendado de su hermosura, y que el eco del beso divino resuena con inmortal resonancia en los versos del vate toledano.

Componían estos una tropa o cofradía de los derviches místicos, apellidados mevlevies, de que fue fundador y patriarca el ya citado celebérrimo Chelaledín-Rumí, egregio poeta entre los orientales y melodioso ruiseñor de la vida contemplativa.

Y sin ir tan lejos, en la misma capital de Austria, hay un egregio conde que tiene tienda de cristalería, y otro muy distinguido caballero que la tiene de tejidos de lana en la calle de Carintia. ¿Porqué pues, sin desdoro de sus timbres y blasones, no ha de tener un baratillo un señor de noble prosapia? Acaso, dijo Poldy, Isidoro de Ziegesburg entre en esa cuenta.

En las noches en que el personaje egregio penetraba o se suponía que penetraba con misterioso recato en casa de Rafaela, se cuenta que poco antes venía un sujeto de honrosa servidumbre trayendo en su coche dos tatarretes. ¿Qué pensará el curioso lector que dichos tatarretes contenían? La gente lo declaraba como si lo hubiese visto y probado. En el uno había leche, y manteca de vacas en el otro.

La otra noche, por ejemplo, representaron aquí, en uno de nuestros mejores teatros, una comedia de Molière, traducida por Moratín, y el público, que era de lo más selecto de esta coronada villa, echó á rodar sin el menor escrúpulo la gloria del gran dramaturgo francés y de nuestro egregio poeta clásico, y salió casi unánime sentenciando que era estúpida la tal comedia.

Gonzalo, mal prevenido contra el egregio huésped, se había llegado a cansar de aquel monólogo de pintura, y cambiaba frases por lo bajo con su cuñada, embromándola, como de costumbre, con lo poco que comía: Vamos, Huesitos, otra chuleta, no te vergüenza porque este señor esté delante. Ya le hemos dicho que no se sorprendiera de verte comer tanto.

El ejemplo más egregio quizás es el del emperador Marco Aurelio, que tuvo mujer tan liviana y viciosa como Faustina, y, siendo varón tan sabio y tan agudo filósofo, nunca advirtió lo que de todas las gentes que formaban el imperio romano era sabido; por donde, en las meditaciones o memorias que sobre mismo compuso, da infinitas gracias a los dioses inmortales porque le habían concedido mujer tan fiel y tan buena, y provoca la risa de sus contemporáneos y de las futuras generaciones.

Palabra del Dia

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