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La pintura es una ficción teatral, histriónica, cosa, en fin, de la farándula. Todas las artistas se pintan, a fin de dar la sensación de los distintos personajes representados. Pero una señorita distinguida no debe representar más que un solo papel, el suyo, el natural, el que le asignó la Providencia al crearla.

Así se hallaron frente a frente la personificación de todas las grandezas acumuladas por los tiempos y el representante de una raza que contribuyó a crearla para delicia de otros. Juan poseído de una pasión que daba espanto, tendió hacia ella los brazos.

Legouvé supone que hasta los veinticinco años no brilla en la mirada de la mujer el fuego de la inteligencia; que la agudeza del ingenio se revela en las narices más movibles y más acusadas; que el alma, sobre todo, el alma de abnegación y de ternura, al asomar a los labios, a la sonrisa y a las lágrimas, muestra a la mujer con todo el brillo con que Dios la ha adornado al crearla; y, en fin, que una mujer no está llena de riqueza de sentimientos y de inteligencia hasta los veinticinco años.

De aquí se origina cierta confusión, algo como una antinomía; pero, si bien se estudia la antinomía, se resolverá con poco trabajo en una síntesis suprema. Esta síntesis, si acertase yo a crearla, sería un artículo primoroso.

El beso que Dios, al crearla, dio a su alma, viéndola tan bella, resuena aún en los cantares de aquel trovador admirable y produce divino encanto en los nobles espíritus que son capaces de sentirle y de comprenderle.

En el bello elogio que hace Enrique Heine de nuestro egregio compatriota el Rabi Jehuda ben Leví de Toledo, después de ponderar las altas dotes de aquella alma, llega a suponer que el mismo Dios al crearla, la besó prendado de su hermosura, y que el eco del beso divino resuena con inmortal resonancia en los versos del vate toledano.