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Teníanle trabajando en el escritorio o en el almacén desde las nueve de la mañana a las ocho de la noche, y había de servir para todo, lo mismo para mover un fardo que para escribir cartas. Al anochecer, solía su padre echarle los tiempos por encender el velón de cuatro mecheros antes de que las tinieblas fueran completamente dueñas del local.

Así, pues, siguió cada día con más decisión por la senda que su novia le trazaba, sin hacer caso de las bromas que los compañeros le daban en la Fábrica, pues que en otros sitios, como no fuese en su casa, en la de don Mariano o en la iglesia, era difícil echarle la vista encima. ¡Me has convertido en un beato! le decía a veces a su ídolo a modo de cariñosa reconvención. ¿Y qué; te pesa, pícaro?

Y volvió al paseo, y a echarle ojeadas y a meditar. «Pero si me caso el lunes, y hoy es miércoles... ¡En qué ocasión se le ocurre a uno casarse!... Estoy entre el altar y el abismo... Hombre, homo sapiens de Linneo, no te deslices, coge una piedra y date con ella en el pecho como San Jerónimo. Honradez, tienes cara de perro...». Isidora dejó de escribir, poniendo la pluma a un lado.

Nadie pondrá en duda nuestro amor ardiente; nadie se dirá: Diana es una joven prudente; no tiene ninguno de los gustos, ninguna de las aspiraciones de su primo; pero, como los pretendientes no abundan, no quiere quedarse para vestir imágenes. La vida de familia la abruma; desea llevar una vida más mundana; entonces ¿por qué no echarle el anzuelo al primo?

Yo quisiera darte un consejo bien sincero sobre Adriana. No lo tomes a mal ni supongas que pueda guardarle rencor... Al contrario, me ha hecho pasar buenos momentos, me ha mirado con ojos dulces... en fin, yo no podría quejarme... ¿No puedes quejarte? dijo Muñoz, los ojos llameantes y un impulso de echarle las manos al cuello. Sentía que Castilla estaba groseramente mintiendo.

Pero el generoso león, más comedido que arrogante, no haciendo caso de niñerías, ni de bravatas, después de haber mirado a una y otra parte, como se ha dicho, volvió las espaldas y enseñó sus traseras partes a don Quijote, y con gran flema y remanso se volvió a echar en la jaula. Viendo lo cual don Quijote, mandó al leonero que le diese de palos y le irritase para echarle fuera.

19 Y procuraban los príncipes de los sacerdotes y los escribas echarle mano en aquella hora, porque entendieron que contra ellos había dicho esta parábola; mas temieron al pueblo. 20 Y acechándole enviaron espías que se simulasen justos, para sorprenderle en palabras, para que le entregasen al principado y a la potestad del gobernador.

Á poco se esparció una voz por el lugar, una de esas voces que parecen formarse en las nubes, y que llegan á la tierra como aerólitos consistentes y compactos, de que aquel hombre, que parecido al huracán había venido sin saberse de dónde, ni á dónde iba, andaba á salto de mata, prestado y forastero en todas partes, para burlar á la justicia que le buscaba con objeto de echarle mano.

Un periodiquín de caricaturas había dado en la manía de pintarle de murciélago, con las uñas tan largas, que lo menos medían un metro, qué gracia, ¡eh! y como el tal periodiquín lo exponían en todos los escaparates, andaba tropezando en la calle con el maldito avechucho. ¿Y qué me dice usted, de esta otra manía de echarle a uno la culpa de todo lo que pasa?

Entonces Cristeta se vestía y emperejilaba, cepillaba cuidadosamente a su tío la americana o ayudaba a su tía a ponerse la mantilla, y con el que había de acompañarla partía gozosa, siendo completa su satisfacción la noche que, durante algún entreacto, la saludaba familiarmente cualquier poeta ramplón o se le acercaba un actor, por malo que fuese, a echarle cuatro requiebros.