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Y como si aquello fuese castigo providencial ó por lo menos advertencia saludable, después de grave y prolongada meditación, en que me eché en cara sin piedad mi conducta infame y ridícula, canté sin rebozo el yo pecador y resolví obedecer á mi esposa inmediatamente.

Yo me eché entonces a reír, la escarnecí: ¡La persona que quiere morir no lo dice!... ¡Bien desempeñas tu papel!... Todavía creo ver su mirada asombrada. ¿No me cree usted? ¿No cree cuando ya me he despedido de la única persona que me llorará sinceramente?... ¿De él?... exclamé.

Tuve que detenerme para respirar y un momento después Henzar torció rápidamente a la derecha y desapareció. Creí que todo había terminado y me dejé caer abatido sobre la hierba. Pero eché a correr de nuevo en seguida, porque salir del bosque el grito de una mujer.

La unidad del pensamiento, dice, es colectiva, y puede referirse á la unidad colectiva de muchas substancias, como el movimiento de un cuerpo es el movimiento compuesto de todas las partes de este cuerpoAquí se presenta de bulto la equivocacion de Kant: toma el conjunto de las representaciones por el pensamiento que se refiere á ellas; así no es extraño que no eche de ver la unidad implicada en la diversidad, supuesto que esta diversidad haya de ser pensada.

Algunas inexactitudes han debido necesariamente escaparse en un trabajo hecho de prisa, lejos del teatro de los acontecimientos, y sobre un asunto de que no se había escrito nada hasta el presente, al coordinar entre sucesos que han tenido lugar en distintas y remotas provincias, y en épocas diversas, consultando a un testigo ocular sobre un punto, registrando manuscritos formados a la ligera, o apelando a las propias reminiscencias, no es extraño que de vez en cuando el lector argentino eche de menos algo que él conoce o disienta en cuanto a algún nombre propio, una fecha, cambiados o puestos fuera de lugar.

Estaba en la puerta del edificio principal de su estancia, cuando vió llegar á un jinete vestido como es de uso en las ciudades y sobre un caballejo que le hizo sonreir. Era el oficinista. ¿Adónde va montado en ese mancarrón?... Eche pie á tierra. ¿No le parece que tomemos un mate, amigazo?...

Véngase conmigo y verá cómo puede sacar un diario, sin rodar por las calles, y tratando con pobres decentes». Eso me dijiste, Eliseo, y yo me eché a llorar, y me vine acá contigo. De lo cual vino el estar yo aquí, y muy agradecida a tu conduta fina y de caballero.

Vamos, ten discreción... No digo yo tampoco que se le eche a la calle; pero en el Hospicio, bien recomendado, no lo pasaría mal. ¡En el Hospicio! exclamó Jacinta con la cara muy encendida , ¡para que me le manden a los entierros... y le den de comer aquellas bazofias...! ¿Pero qué crees? Eres una criatura. ¿De dónde sacas que así se toman niños ajenos? Chica, chica, estás en pleno romanticismo.

Me eché a temblar, porque el estado de inquietud en que me hallaba hacía algunos días me predisponía a los sobresaltos. Tengo que hablar con usted dijo por lo bajo, pasando cerca de con semblante severo. Debí de ponerme pálido, pensando que iba a anunciarme una catástrofe.

Al poco rato del feliz estreno, se apareció un individuo de la ronda secreta que, empujándola con mal modo, le dijo: «Ea, buena mujer, eche usted a andar para adelante... Y vivo, vivo... ¿Qué dice?... Que se calle y ande... ¿Pero a dónde me lleva? Cállese usted, que le tiene más cuenta... ¡Hala! a San Bernardino. ¿Pero qué mal hago yo... señor?