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Actualizado: 19 de junio de 2025
Cuando en las tardes de los domingos salían los dos a las afueras, evitando el aproximarse a los Cuatro Caminos, o paseaban por las avenidas más solitarias del Retiro, el amante contemplábala con cierto orgullo, como si fuese obra suya, complaciéndose en sus perfecciones.
No tardaron en salir los fieles de misa de doce, la más concurrida de las que se celebraban los domingos. Todos pudieron contemplar ya desde lejos aquella figura extraña, aquel cadáver vestido de gran uniforme. Y con un sentimiento de asombro, de respeto y de compasión, todos desfilaron en silencio por debajo de la ventana, sin poder separar los ojos de ella.
Del propio modo, si va poco al teatro, va mucho al Liceo; si no pasea en coche, se sienta en las sillas de la Carrera los domingos, y si nunca estuvo en la ópera, oye tocar con frecuencia á las bandas militares las sublimidades cursis de La Traviata.
Venía de oír varias misas, de asistir a una reunión de Hermandad, de hablar con los señores de la Conferencia, que le entregaban las estampitas y hojas piadosas para los impíos de la plebe. Los domingos eran días de gran trabajo. Se negó a aceptar los restos del almuerzo que le ofrecía el joven. Gracias, señor de Maltrana; no era orgullo, pero estaban en Cuaresma, y él ayunaba rigurosamente.
Su salón como todas sus costumbres, era una especie de asilo abierto a sus reminiscencias o sus afecciones hereditarias, cada día más amenazadas. Reunía en él, particularmente los domingos por la noche, los escasos sobrevivientes de su antigua sociedad. Todos eran adictos a la monarquía derrocada y se habían retirado del mundo como ella.
Además, hijo de una gran familia; señorones adinerados que nunca le dejaban ir por Toledo con el bolsillo vacío. Y ella, la pobre Sagrario, bobita de amor, chalada por su cadete, orgullosa cuando paseaba los domingos por Zocodover o el Miradero entre su madre y aquel novio tan apuesto que le envidiaban las señoritas de la ciudad. La hermosura de tu sobrina hacía hablar a todo Toledo.
No puedo olvidar aquellos tristes días. Jueves y domingos salíamos de paseo, a lo largo del fangoso río, cuyas aguas parecían dormidas a la sombra de los sauces piramidales.
Don José iba a El Escorial los domingos en el tren de recreo cuando Melchor quedaba en Madrid. ¡Qué feliz aquel día! ¡Diez horas con Isidora y con Riquín! Algo enturbiaba su dicha el notar en su ahijada una tristeza sombría y como enfermiza. Si hablaba de Melchor lo hacía en los términos más desfavorables para el aprovechado joven. ¡Y qué ardientes deseos tenía de volver a Madrid!
¡Chico más tímido!... No tenía en el mundo otros parientes que su abuelo; trabajaba hasta en los domingos, y lo mismo iba á Valencia á recoger estiércol para los campos de su amo, como le ayudaba en las matanzas de reses y labraba la tierra ó llevaba carne á las alquerías ricas. Todo á cambio de malcomer él y su abuelo y de ir hecho un rotoso, con ropas viejas de su amo.
Dentro de estos, que podríamos llamar «antojos ó caprichos de la opinión», hay reglas constantes: el público, v. gr., de los sábados y domingos, «es malo»; el de las tardes, «bueno», y más accesible que ningún otro á la emoción de la risa; el público de los estrenos es el más descontentadizo, pero también el más respetuoso y atento.
Palabra del Dia
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