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Actualizado: 27 de junio de 2025


Una vez desarmado el aparato, Carlos principió a encajar de nuevo unas piezas con otras, con seguridad y desembarazo, como el que conoce bien el terreno que pisa. Su padre, no obstante, a quien disgustaba siempre la prisa, le atajó en seguida. Alto ahí, Carlos; eso no es resolver la dificultad... Hay que tomar las cosas con más calma; si no, obtendremos el mismo resultado.

Arturo iba a ellas por cálculo; pero el desorden le disgustaba tanto como divertía a sus compañeros; su juiciosa frialdad contenía la locura de éstos, y acababa frecuentemente por hacerlos razonables: se le había llegado a considerar como un agua-fiestas, y, por último, había renunciado a tales diversiones.

Prefería las más veces recrear el espíritu contemplando lo pasado en lo más remoto del recuerdo; su niñez le enternecía, su juventud le disgustaba como el recuerdo de una mujer que fue muy querida, que nos hizo cometer mil locuras y que hoy nos parece digna de olvido y desprecio.

Solicitaron los abogados, unidos con los vecinos, se les diese licencia para acometer al enemigo, pero luego que entendieron que se disgustaba el Comandante por esta proposicion, se apartaron de su intento.

Para compensar esta ausencia de persecuciones mortificábase con ayunos y penitencias, ejecutando siempre lo que más le disgustaba. Le repugnaba algún manjar de la mesa; pues se imponía la penitencia de comerlo, dejando, en cambio, otros que le placían extremadamente. Llegó hasta echar en algunos acíbar, a imitación de lo que hacía San Nicolás de Tolentino.

Aquel singular enfermo era siempre idólatra de su persona, pero hacía mucho tiempo que economizaba los gastos del culto. Había conservado la costumbre de pintarse y acicalarse y no descuidaba ninguna de las prácticas que podían darle una apariencia de juventud, pero no le disgustaba parecer más nuevo que su traje.

¿Que usted no lo amó nunca?... Nunca... repetía Juan. Entonces ¿cómo fue su novia? ¿Acaso lo yo? Influye tanto el azar en nuestras determinaciones... Confieso que en un principio Huberto no me disgustaba... ¿qué razón había para que le rechazase?

El tiempo era también execrable en aquel terrible mes de noviembre; la ciudad era fea y le disgustaba, así como toda aquella vida, que no valía más que el billete, desgarrado por un extremo, que llevaba en la mano. Todos los días hacía igual viaje: de su casa al liceo y del liceo a su casa. Podía contar los días por el número de billetes.

¿Ha conservado usted al menos la clientela del Sol de Oro? ¡Ah! no... Hace ya mucho tiempo que el Sol de Oro no luce para ... Se han hecho demasiado orgullosos... Además, es necesario saber que mi rostro disgustaba a la señora Miguelina: recordábale cosas que ella desea tener olvidadas.

Mientras ella hablaba íbase oscureciendo la fisonomía de Simón, lo que no se escapó a las miradas de la señora Miguelina. Hacía tiempo que había leído ya en el fondo del corazón de su hijo y adivinó fácilmente que lo que a éste le disgustaba no era la ausencia del inspector general, sino la noticia de sus reiteradas visitas a Rosalinda.

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