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Actualizado: 21 de junio de 2025
Pero en lo que mayormente sobresalían todas era en el arte de arreglar sus propios perendengues. Los domingos, cuando su mamá las sacaba a paseo, en larga procesión, iban tan bien apañaditas que daba gusto verlas. Al ir a misa, desfilaban entre la admiración de los fieles; porque conviene apuntar que eran muy monas.
Y desfilaban por el oratorio cinematógrafo, la cueva de Covadonga; un árbol fantástico de la Reconquista «donde el guerrero colgaba su espada, el poeta su arpa, etc., etc.», pues todos acudían a colgar cualquier cosa; los siete siglos de batallas por la cruz, plazo algo largo, mediante el cual fue expulsada del suelo español la impiedad sarracena.
Y tuvo que permanecer al borde del camino, impotente y triste, siguiendo con ojos sombríos el convoy doloroso... Al cerrar la noche ya no fueron vehículos cargados de hombres enfermos los que desfilaban. Vió centenares de camiones, unos cerrados herméticamente, con la prudencia que imponen las materias explosivas; otros con fardos y cajas que esparcían un olor mohoso de víveres.
Adornaba el fondo de esta covacha un gran mascarón de proa, pintado y dorado, de algún barco antiguo. Caracas, además de comerciante, era carpintero; de tarde en tarde tenía que hacer algún modelo de barco de vela, para colgarlo en la iglesia de un pueblo próximo, y, cuando estaba concluído y pintado, los pescadores amigos desfilaban por el rincón aquel, para ver la obra maestra.
Y revueltos con las mujeres desfilaban los gauchos de cabeza trágica, barbudos, melenudos, curtidos por el sol y las nieves, con el poncho deshilachado y las botas rotas. Muchas de estas botas parecían bostezar, mostrando por la boca abierta de sus puntas los dedos de los pies, completamente libres.
A lo lejos, tras las recias paredes de ladrillo, sonaba la música y se percibía la respiración de la muchedumbre, cortada por gritos de entusiasmo y rumores de curiosidad. Las cuadrillas desfilaban ante el presidente. ¿Dónde está? preguntó ansiosa Carmen.
Era la música que tocaba en el paseo, frente al Casino. Por debajo de las achatadas palmeras desfilaban, como las cuentas de un rosario de colores, las sombrillas de seda, los sombreritos de paja, los trajes claros y vistosos de toda la gente de veraneo. Los niños, vestidos de blanco y rosa, saltaban y corrían tras sus juguetes, o formaban alegres corros girando como ruedas de colores.
No todos los hombres eran dignos de abominación. Los jinetes de la policía, aquellos barbudos de la cimitarra, tan odiados por el pueblo, desfilaban igualmente. Todos habían pedido que los enviasen á combatir á los insurrectos.
Palabra del Dia
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