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Actualizado: 21 de junio de 2025


El salón rebosaba de gente; pocas máscaras, no obstante. Las que había, desfilaban entre los carruajes dando saltos para no ser atropelladas, y se montaban en la trasera de ellos, en el estribo, y a veces se sentaban al lado de los dueños para embromarlos.

Cómo me latía el corazón mientras lo veía reír con aquella risa fresca, con aquellos blancos dientes y con aquellos ojos francos con los que había soñado tanto en mi espantosa casa vieja. Y mi tía, mi cura, Susana, el jardín húmedo de lluvia, y el cerezo a que se había trepado, desfilaban por mi mente como sombras fugitivas.

Al extremo de la cubierta de paseo jugueteaban tres niños vigilados por una institutriz. Tal vez les pertenecía aquel libro que había hecho pasar á Gillespie cuatro horas de continuos ensueños, inmóvil en un sillón, mientras por el interior de su cráneo desfilaban las escenas de una historia tan interesante como inverosímil.

Sus ojos de un azul claro, su cabellera rubia cenicienta, su carne blanca, jugosa y de ligeros tonos amarillos semejante a la fresca pulpa de un melón, parecían valorizarse con nuevos encantos así como transcurrían los días. A cada singladura los paseantes desfilaban con más lentitud ante su sillón, echando miradas de través.

Se creía estar oyendo a la persona que imitaba. Pero sólo en el seno de la confianza le gustaba mostrar esta habilidad. Algunas veces, cuando estaba de humor, inventaba una recepción palaciega. Hacía sentar a Clementina en un trono que armaba rápidamente en medio de la sala. Los ministros, los altos personajes de la política desfilaban por delante de la reina y pronunciaba cada cual su discurso.

Desfilaban los «pasos» del Sagrado Decreto, del Santo Cristo del Silencio, de Nuestra Señora de la Amargura, de Jesús con la cruz al hombro, Nuestra Señora del Valle, Nuestro Padre Jesús de las Tres Caídas, Nuestra Señora de las Lágrimas, el Señor de la Buena Muerte y Nuestra Señora de las Tres Necesidades; y este desfile de imágenes iba acompañado de «nazarenos» negros y blancos, rojos, verdes, azules y violeta, todos enmascarados, guardando bajo las puntiagudas caperuzas su personalidad misteriosa, de la que sólo se revelaban los ojos al través de los orificios del antifaz.

Desnoyers vió hombres, muchos hombres, hombres por todas partes. Eran á modo de hormigueros grises que desfilaban y desfilaban hacia el Sur, saliendo de los bosques, llenando los caminos, atravesando los campos.

Así perdió un segundo, un segundo precioso. El andar del convoy se aceleraba, como el columpio que, empezando a oscilar, describe a cada paso curvas más abiertas, y vuela con brío mayor por los aires. Precipitadamente y sin mirar al terreno, saltó Miranda a la vía, para alcanzar los vagones de primera, que en aquel punto desfilaban ante sus ojos, como mofándose de él.

Era la hora en que el paseo adquiría su aspecto más brillante. A todo galope de los briosos caballos bajaban carretelas y berlinas, y por las aceras del paseo desfilaban lentamente, con paso de procesión, las familias endomingadas. Los verdes bancos no tenían ni un asiento libre.

Después de los prelados de morrión de hierro y cota de malla desfilaban los prelados ricos y fastuosos, que no reñían otros combates que los de los pleitos, litigando con villas, gremios y particulares, para mantener la inmensa fortuna amasada por sus antecesores.

Palabra del Dia

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