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Actualizado: 11 de septiembre de 2025


Al abrigo de ella paseaban desde tiempo inmemorial los muchos clérigos que son principal ornamento de la antigua corte vetustense; por invierno de dos a cuatro o cinco de la tarde, y en verano poco antes de ponerse el sol hasta la noche. Era aquel un lugar, a más de abrigado, solitario y lo que llamaban allí recogido, pero esto cuando la Colonia no existía.

Un caballero más acostumbrado al trato de las damas se hubiera puesto desde luego á mis órdenes, pero vos me preguntáis qué os quiero. Pues bien, necesito que corroboréis con vuestro testimonio mis palabras. Voy á decir á mi padre que os encontré en la parte del bosque situada al sur del camino de Munster.

Caminamos de mañana, y á una distancia de 5 leguas se divisó la Sierra de Cairú. Este dia empezò á llover desde muy temprano hasta las tres de la tarde: se atravesaron unos grandes esteros, dejando dicha sierra sobre nuestra izquierda, siguiendo el camino al SE, y á la tarde paramos á la orilla de un arroyo crecido y pantanoso, y se le puso el nombre de San Bruno.

La noche estaba más negra que un barril de chapapote; pero como el tiempo era bueno, no nos importaba navegar a obscuras. Casi toda la tripulación dormía: me acuerdo que estaba yo en el castillo de proa hablando con mi primo Pepe Débora, que me contaba las perradas de su suegra, y desde allí vi las luces del San Hermenegildo, que navegaba a estribor como a tiro de cañón.

Magnífico y sorprendente era el espectáculo que este ejército presentaba, según me dijo el testigo ocular que lo presenció todo desde un escondrijo inmediato, el cual testigo ocular era un viejísimo Flos sanctorum, forrado en pergamino que en el propio estante se hallaba á la sazón. Avanzó la comitiva hasta que estuvieron todas las palabras fuera del edificio.

Empieza pues á insinuarse el amaneramiento desde antes de florecer como arquitecto de S. Pedro de Roma el Borromino.

Avanzaron con esta confianza hasta cerca de la puerta del Mercadal; y enfrente del cementerio, hacia la carretera de Logroño, sujetaron entre dos piedras el palo y ataron en su punta el pañuelo blanco. Hecho esto, volvieron deprisa al punto por donde habían subido. La cuerda seguía en el mismo sitio. Amanecía. Desde allá arriba se veía una enorme extensión de campo.

Pedí mi retiro, dejé mi carrera, y vine, lleno de impaciencia, desde el otro hemisferio á bañarme en la luz inmortal de la gran revolución y á encender mi entusiasmo en el sagrado fuego que ardía en París, donde imaginé que estaban el corazón y la mente del mundo. Pronto se desvanecieron mis ilusiones.

Mis padres, dos hermanos y Angustias habían desaparecido de la vida, y don Pepe Dávalos, depuesto de su cargo municipal, vagaba enfermo y viejo por los claustros, añorando las partidas de ajedrez con «su Merced el Señor don AlonsoNoté que el respetuoso cariño de muchos sirvientes había amenguado, gracias a ciertos vientos de fronda que del Norte soplaban, y sentí desde un principio marcada repulsión por el nuevo administrador de la Hacienda, nombrado por el albacea de mi padre.

Trascurridos treinta y tres años, en 1583, Piney de Luxemburgo, duque opulento de aquella edad, compró y ensanchó el Hotel de Harlay, conociéndose desde entonces con el nombre de Palacio de Luxemburgo.

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