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En lo sucesivo me aislé mucho. Menos que a nadie me correspondía a interrumpir coloquios de los cuales debía resultar la inteligencia de dos corazones muy lejos sin duda de conocerse. Iba lo menos posible al hotel D'Orsel; era tan insignificante ya el papel que yo representaba en medio de los altos intereses que allí se cruzaban que no ofrecía ningún inconveniente el hacerme olvidadizo.

Entre los amigos que según costumbre se reunieron en Trembles para festejar a San Huberto, estaba uno de los más viejos camaradas de Domingo, llamado D'Orsel, muy rico, que vivía retirado, según se decía, sin familia, en un castillo situado a una docena de leguas de Villanueva.

Aquella frase decía más que todas las recriminaciones y me penetró en el corazón como una estocada. He sabido que Julia estaba enferma le dije sin hacer ningún esfuerzo para disfrazar el temblor de mi voz que desfallecía. Supe también que la señora De Nièvres estaba delicada y vine a verles a ustedes. Hace tanto tiempo... Es verdad repuso el señor D'Orsel, hace mucho tiempo.

Padre mío dijo con acento de inflexible audacia. Necesito estar sola un momento con el señor de Bray. El señor D'Orsel se levantó sin vacilar, besó fraternalmente a su hija y salió. ¿Usted partirá mañana? me dijo, permaneciendo de pie como yo estaba también. le contesté. ¡Y no volveremos a vernos más! Nada repliqué. Jamás continuó, ¿lo entiende usted? jamás.

Parecía complacerse con aquellos relatos de lamentables desgracias y enumerar, con no yo qué sombría avidez, todas las calamidades vecinas que formaban en torno de su existencia un concurso de causas de tristeza. Luego, al igual que había hecho el señor D'Orsel, me habló de , tan pronto con cierta reserva como con un abandono admirablemente calculado para facilitar la posición de cada uno.

No se pronunció ni una palabra durante el trayecto sobre el pavimento ruidoso al paso rápido y sonoro de los caballos. El señor D'Orsel tarareaba recordando la obra. Julia me observaba con disimulo y luego pegaba el rostro a los cristales y miraba a la calle.

No me atrevería a decirle a usted que aquello fuese una composición poética, pero lo cierto es que la combinación sonora de los vocablos se parecía mucho a los versos. En el mismo momento en que llegaba yo a ese punto de mis reflexiones, apareció delante de , en la misma avenida que yo recorría, nuestro amigo de siempre, el señor D'Orsel, acompañado de sus dos hijas.

Ya no nos reuníamos en el salón; se velaba bajo los árboles del jardín del señor D'Orsel o en pleno campo sobre los linderos de los prados húmedos. Muchas veces daba yo el brazo a Magdalena durante las lentas caminatas realizadas en grupo. Las personas mayores nos seguían. Llegaba la noche y hacía descender sobre nosotros el silencio, en aquellas horas en que se habla menos y en voz muy baja.

Junto al hogar estaban el señor D'Orsel y un hombre joven aún, alto, bien parecido, ataviado irreprochablemente. Advertí las actitudes un poco lentas con que acompañaba sus palabras y la manera seria y graciosa con que de cuando en cuando volvía el rostro hacia Magdalena.

Pasé, pues, solo con el señor D'Orsel, casi la mitad de la velada; estaba inerte, insensible, y como si se me hubiera helado la sangre; tan poco sentido me quedaba para reflexionar y tan exhausto de fuerzas estaba para moverme. Eran cerca de las diez cuando entró Magdalena, cambiada hasta dar miedo, desconocida, con el aspecto de un convaleciente a quien la muerte ha tocado de cerca.