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Actualizado: 11 de julio de 2025


Urquiola era el único que sonreía con aire de suficiencia, como si poseyera el secreto de aquella cuestión. Doña Cristina, temiendo que la polémica acabase por turbar la placidez de la comida, intervino, preguntando á Aresti por sus amigos de Gallarta. Pepita apoyó á su madre. La gustaba conocer las excentricidades de aquellos contratistas que no sabían en qué emplear su riqueza.

Había venido para saber cuándo regresaría don José de su viaje. Doña Cristina le contestó duramente. Podía haberse ahorrado la molestia de la visita, preguntando por teléfono. Es que, además, deseaba ver á ustedes dijo Sanabre. Muchas gracias contestó con altivez la señora. Agradezco su atención. ¿Entra usted?... Y con los ojos le daba á entender que podía retirarse.

Esperaba que de un momento á otro apareciese la severa figura de doña Cristina tras un arriate del jardín. Solamente había accedido á la entrevista después de los infinitos ruegos de Fernando.

Pues la han enviado á su pueblo con todo lo necesario para comprarse unos terruños y un par de vacas. Me han dicho que la echó doña Cristina, después de una escena algo fuerte... Pepita parece embobada ante Urquiola. Tal vez no le tenga gran voluntad, pero la mamá los aproxima, y ya verás como esto acaba en boda.

Los tres médicos, el duque y Cristina contemplaron la cara del Rey. El médico pulsaba, y luego dejaba de pulsar, como un piloto que abandona el timón cuando no hay esperanzas de evitar el naufragio. Cinco minutos duró aquel estado, en que cinco personas miraban un semblante. Pasados los cinco minutos Fernando VII no existía. Fue una muerte breve, sin aparato, sin agonías tormentosas.

Doña Cristina, al salir de la estupefacción de su dolor, miró en torno de ella con extrañeza. ¿Por qué seguir en Valencia?... Quiso reunirse con los suyos al verse sin el hombre que la había trasplantado á este país. El poeta Labarta cuidaría de sus bienes, que no eran tan cuantiosos como lo hacía esperar el rendimiento de la notaría.

Estaba leyendo un pequeño libro, y pasado el primer momento de expansión se apresuró á ocultarlo en uno de sus bolsillos, como si temiese que Aresti leyera la cubierta del volumen. Doña Cristina siguió al médico, quedando de pie cerca de los dos hombres, con ceño imponente, vigilando sus expansiones fraternales. Aresti se hacía explicar todos los síntomas de la enfermedad.

Doña Cristina, creyendo que esta definición tan clara era obra de su sobrino, admiraba su talento.

Por la noche, al reunirse en el comedor, doña Cristina miró á su hija con insistencia, pero sus palabras fueron breves. Que sea la última vez dijo que recibas visitas, ni dentro de casa... ni en el jardín. También es casualidad, venir ese... individuo, la misma tarde en que te quedas sola, diciendo que estás enferma.

Aresti se vió asediado por su parienta. La pequeña de Lizamendi no le parecía mal. La mamá aceptaba, sonriendo, el plan de Cristina, y el doctor encontraba á las de Lizamendi con una frecuencia alarmante en el salón de su casa. Al fin acabó por ceder á los reiterados consejos de su prima, que parecían apoyados por el silencio y la mirada tranquila de Sánchez Morueta. Si había de casarse, no era mala proporción la de Lizamendi.

Palabra del Dia

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