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Actualizado: 11 de julio de 2025
Pepita no la acompañaba. Decía estar enferma; se quejaba de dolores de cabeza, sentía un malestar general; en fin, cosas de muchacha, y doña Cristina la dejaba en el hotel bajo la vigilancia del aña Nicanora. Sánchez Morueta estaba en Madrid desde hacía una semana, muy atareado por los nuevos negocios que todos los meses hacían necesaria su presencia en la capital.
El muchacho era de la misma opinión de su tío. ¡Perder las pescas del invierno, las mañanas frías de sol, el espectáculo de los grandes temporales, por el fútil motivo de que el Instituto había comenzado sus cursos y él debía estudiar el bachillerato!... Al año siguiente, doña Cristina quiso evitar que el Tritón raptase á su hijo.
Doña Cristina se sentía ahora dueña absoluta del suelo que pisaba. Ella á un lado con los suyos, y el médico á otro. Era un extraño odioso: la sangre de nada valía cuando las almas se separaban para siempre. Pero el doctor despreció esta hostilidad.
El portero acababa de abrir la verja y el automóvil de la casa, tras un retroceso para reanudar su marcha, entraba lentamente por la avenida principal del jardín. Corrieron los jóvenes, seguidos por el aña, hacia la entrada del hotel, para salir al encuentro de doña Cristina. Al descender ésta del automóvil y ver á Pepita con el ingeniero, miró severamente al aña.
Y Cristina daba á entender en su gesto la diferencia inabordable que aún existía para ella, entre la aristocracia antigua, defensora de la tradición, y aquella otra recién formada é hija de la fortuna, á la cual se había dignado descender.
Por dentro tal vez pensará otras cosas, pero no se atreve á contradecir á su Cristina, á darla un disgusto, metiendo en cintura á ese atrevidillo... Yo creo que debías ir á verle. ¿Yo?... No me ha llamado. Además, no me tienta ese cuadro de familia: allí no hago yo falta. Sí, hombre, debes ir. Pepe desea verte: siempre que voy me pregunta por tí. No te llama... ¿qué sé yo por qué?
Era el sabio de la familia. Doña Cristina lo admiraba porque no podía leer sin el auxilio de unos lentes y porque ingería en la conversación palabras latinas, lo mismo que los clérigos. Enseñaba retórica y latín en el Instituto de Manresa, y hablaba de ser trasladado algún día á Barcelona, término glorioso de una carrera ilustre.
En el pueblo el cuartel de Infantería y pabellones de Oficiales, de madera y techo de zinc; á la salida, hacia el interior, se encuentra el fuerte de María Cristina, de mampostería, con buenos alojamientos; un magnífico hospital de madera y zinc y algunos barracones de materiales ligeros para albergue de tropas.
Estaba muerto y nadie tenía la persuasión de que el Rey no vivía, porque aquel estado inerte podía ser un desmayo como otras veces. A pesar de que los médicos aseguraron que ya no había Rey, Cristina dispuso que no se tocase el cadáver hasta las veinticuatro horas. Retiráronse todos y en Palacio hubo el movimiento vertiginoso que acompaña a los grandes sucesos de las monarquías. Nadie lloraba.
Al reconocer á las dos señoras, hubo un movimiento de respeto y curiosidad en la doble fila de mujeres arrodilladas, vestidas de negro y con la mantilla sobre los ojos. Dos viejas se levantaron ofreciéndolas su puesto en la fila. Doña Cristina hizo un signo de aprobación con la cabeza y abriendo su portamonedas dió una peseta á cada una de ellas.
Palabra del Dia
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