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Actualizado: 5 de mayo de 2025
La cola que formaban los coches frente al palacio del marqués de Butrón cogía casi toda la calle de Hortaleza, atravesaba la red de San Luis e iba a perderse en la de la Montera. Los carruajes avanzaban lentamente, parábanse un momento, abríanse y cerrábanse con estrépito las portezuelas, y corrían luego a estacionarse en la Plaza de Santa Bárbara.
Corrían los desventurados pálidos los rostros y los ojos sin lágrimas, porque para los grandes dolores no existe el consuelo de ellas, buscando en los ojos de los demás una respuesta que nadie podía darles, y el contristado espectador se agregaba á ellos y los seguía como si el mismo infortunio le empujara.
Así las cosas, corrían los días y las semanas, y el empleo deseado no venía. En verdad que la idea de alejarme de Villaverde no me halagaba. No sólo me detenía en la budística ciudad el amor de los míos, no; cuando me ocurría que acaso sería preciso ausentarme, pensaba yo con tristeza en Angelina.
El despecho de los hombres era también un certificado de su honestidad. Corrían hacia ellas, atraídos por su exterior desenvuelto. Se atropellaban unos á otros, como en una empresa fácil donde todo el éxito estriba en llegar antes que los demás.
Contentábanse, pues, con decir que esos nobles de provincia eran incansables bromistas... ¡y nada más! Donde se decía mucho más era en la corte. Corrían las versiones más extraordinarias. Hablábase vagamente de una secreta compañía de titiriteros, que el joven duque albergaba en su palacio.
Según corrían las horas de la tarde, apretaba el temporal y también las ansias del enfermo, que seguía luchando con ellas a ojos cerrados y sin conciencia, al parecer, de lo que estaba pasando.
Un esportón de basura será lo que yo le regale. Y diciendo esto, rompió Juanita en el más desesperado llanto. Abundantes lágrimas brotaron de sus ojos y corrían por su hermosa cara; parecía que iban a ahogarla los sollozos y se echó por el suelo, cubriéndose el rostro con ambas manos y exhalando profundos gemidos.
No bien hube terminado mi frase, el cura enjugando su rostro, sobre el que gruesas gotas de sudor corrían, echose hacia atrás en su sillón y con ambas manos sobre el vientre, se entregó a una homérica risa, que duró tanto, que me hizo saltar lágrimas de contrariedad y de despecho.
El coche pasaba con la rapidez de una exhalación, y pronto dejó de oirse detrás el ruido de pisadas de caballos. Ya estaba clareando; nubarrones de plomo corrían a impulsos del viento, y en el fondo del cielo rojizo y triste del alba se adivinaba un pueblo en un alto. Debía de ser Viana.
Las hembras corrían asustadas, como corren las princesas griegas en los vasos pintados, sorprendidas, mientras lavan su ropa, por la aparición de un tritón en celo. Odiaba el amor entre cuatro paredes.
Palabra del Dia
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