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Diana, la de argentinos rayos, contempló al través de las desgarradas nubes aquel lugar selváticamente bello. Toda impureza humana se había fundido, todo rastro de dolor terreno había desaparecido bajo el inmaculado manto tendido misericordiosamente desde arriba.

Isidro los contempló con un desprecio admirativo. Empezaban su tarea diaria, que había de concluir pasada media noche, sin más intervalos que los de las comidas. «¡Qué gentes! pensó . Hacen el viaje sin saber dónde están, sin haber echado una mirada al mar. En el comedor comentan entre bocado y bocado los incidentes del juego.

Castro se volvió hacia él y le contempló unos momentos entre irritado y sorprendido. Tornando luego la vista al espejo, dijo con calma despreciativa: Querido Manolo; eres un melón de gran tamaño. Estoy seguro de que si heredases ahora a tu tía, entregarías la herencia a la Amparito para que la engullese como ha hecho con la de tus papás. Manolo se enfureció al oir esto.

Clementina las escuchó en la misma actitud altanera. No se dejó ablandar hasta que le contempló bien humillado, pidiéndole de rodillas, como precioso favor, aquel mismo arreglo que hacía un instante había calificado de infamia y asquerosidad. Por aquellos días la dama experimentó una rabieta tan viva que estuvo a punto de enfermar. Y no le faltó motivo.

Es hermoso dijo la abuela levantándose para despedirse. Pero, sin embargo, ¿es esa la dicha?... El cura contempló durante unos segundos la silueta de la abuela plantada delante de él como una verdadera interrogación. ¿La dicha? respondió. La dicha se encuentra allí donde está el deber. ¡Ay! exclamó Francisca, esa es la dicha a precios reducidos.

Pegado a uno de los pilares de la galería, procuro conservar buen continente, y sin hablar con nadie, contemplo la lluvia que rebota en las losas de colores del patio. Los bohemios están en el suelo, tendidos en grupos.

Antes de subir a vestirse, Clementina dió una vuelta por el comedor: contempló la mesa con detenimiento y ordenó algunos cambios en los canastillos de frutos que sobre ella habían colocado.

Su felicidad, su dicha reconquistada un día antes, perdida de nuevo y para siempre! Presentía que esta vez no había redención posible. Los nervios de la madre habían saltado a la loca, como teclas, y él no podía hacer ya nada más. Comenzaba a lloviznar. Caminó hasta la esquina, y desde allí, inmóvil bajo el farol, contempló con estúpida fijeza la casa rosada.

Patria del alma, madre bien amada, hoy con el alma triste acongojada contemplo tu infortunio y tus pesares; tu dolor es mi propia desventura y te envío un saludo de ternura desde el confín de los remotos mares. Patria siempre querida: hoy que lloras vencida, tu imagen pura y santa más y más en mi pecho se agiganta. Y ¿por qué has de llorar?

Juan no ha olvidado aún la mirada llena de ternura con que el señor Aubry lo contempló durante largo tiempo, mirada penetrante y buena, que le dio valor. Ven acá, Juan Durand. Puesto que el oficio de carpintero no te gusta ¿quieres que yo sea tu patrón? ¿Usted? , yo. Juan recuerda que dijo con desenfado: Pero si usted es el señor alcalde, no puede ser mi patrón... El señor Aubry se sonreía.