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Actualizado: 28 de mayo de 2025


NUESTRO amigo Zarathustra, en una de sus andanzas, se casó con una joven inglesa, hija de un español que tenía una librería de viejo en un barrio apartado de Londres. Zarathustra es literato y, en consecuencia, no tiene dinero. Trajo a su mujer a Madrid, la llevó a comer a los figones de los poetas bohemios y durmieron en las clásicas posadas de la Cava Baja.

Calvat era un infame, pero no era un tonto, y poseía, sobre todo, esos rastreros gustos de polizonte que son casi siempre sintomáticos en los bohemios de su cuño.

En el restorán Babilonia, el doctor Chevirev era considerado como un viejo cliente, que casi formaba parte de la casa, y como un personaje importante, que ocupaba el primer lugar después del dueño del hotel. Conocía por sus nombres a todo el personal, así como a todos los miembros de la orquesta y a todos los cantores y cantatrices rusos y bohemios.

Pegado a uno de los pilares de la galería, procuro conservar buen continente, y sin hablar con nadie, contemplo la lluvia que rebota en las losas de colores del patio. Los bohemios están en el suelo, tendidos en grupos.

Tenía serios adversarios. La mayor parte de los generales eran hombres que no vacilaban ante ningún obstáculo. De «rancheros» ó bohemios de la ciudad, se habían convertido en generales heroicos. ¿Por qué no podían ser igualmente escritores?... Como Julio César después de sus campañas, cada uno de ellos quiso escribir sus Comentarios.

Su existencia fue cruel: siempre fugitivo a través de las naciones de Europa, arrojado de una a otra por la vigilancia policíaca, reducido a prisión o expulsado por la más insignificante sospecha. Era la antigua persecución de los bohemios en la Edad Media, el acosamiento de las gentes independientes, de vida vagabunda, que resucitaba en plena civilización.

Me meto por una puerta, al acaso, y me encuentro rodeado de una camada de bohemios, amontonados bajo los arcos de un patio morisco. Ese patio es una dependencia de la mezquita de Milianah; es el refugio habitual de la piojería árabe, y se llama el patio de los pobres. Grandes y escuálidos lebreles, llenos de miseria, se acercan dando vueltas en torno mío con aire amenazador.

Por fin tropezó con ciertos bohemios que se prestaron a venderle uno valetudinario y sarnoso. Se lo hicieron pagar bastante caro, visto el afán que por él mostraba. Cuando nuestro fisiólogo se encontró a solas en su laboratorio en presencia de aquel ser, su precursor inmediato, sintió emoción indefinible. Un respeto profundísimo se apoderó de su mente.

En un mismo día charlaba de mujeres, juego y caballos con la juventud desocupada y elegante de los clubs aristocráticos; luego pasaba la tarde en el pobre estudio de algún artista «independiente y desconocido», tuteándose con melenudos de botas destrozadas que tal vez no habían almorzado; asistía después a un , donde flirteaba con damas de fama contradictoria, y comía en un palacio o en una taberna de bohemios, puesto de frac, para ir luego al Teatro Real.

Ella se preocupaba de la vida de su vida; le acosaba con preguntas para conocerla con todos sus detalles; la hacían reír mucho sus relatos de aventuras en los bajos fondos de Madrid. Quisiera ver eso; conocer sus bohemios, sus cantaoras. Lléveme con usted, Fernandito; sea usted bueno. Yo conozco algo de París, pero lo de aquí es indudablemente más interesante, más típico... Debe oler a puchero.

Palabra del Dia

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