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Actualizado: 28 de mayo de 2025
Don Luis apelaba a otro género de humildad cristiana para justificar a sus ojos lo que ya no quería llamar caída, sino cambio. Se confesaba indigno de ser sacerdote, y se allanaba a ser lego, casado, vulgar, un buen lugareño cualquiera, cuidando de las viñas y los olivos, criando a sus hijos, pues ya los deseaba, y siendo modelo de maridos al lado de su Pepita.
A la gracia y sólo a la gracia debía el vivir pura todavía; abandonada a sí misma, Ana se confesaba que sucumbiría; si el Señor aflojara la mano un momento, don Álvaro podría extender la suya y tomar su presa. Por todo lo cual no quería ni verle. Pero, sin querer, pensaba en él.
Así que rara era la joven que se confesaba con él, ni menos la que apeteciese su conversación o tuviese gusto en envolverle entre nubes de incienso, como hacía Cándida en aquel momento. Su misma inclinación a rescatar las mujerzuelas perdidas, por más que se respetase, no le hacía simpático a las señoritas.
El anciano médico me llevó a un rincón, y allí, de pie, con las manos cruzadas siempre sobre los riñones, siguió hablándome de pintura. Confesaba que su galería no era de las más ricas y, sobre todo, carecía de firmas acreditadas; pero estaba seguro, en cambio, de poseer obras notabilísimas, dignas de inmortalizar a sus autores.
Los seres orgullosos sienten remordimientos por una acción que en su concepto los ha humillado, como los justos cuando han faltado a la humildad. En su interior confesaba que había dado un paso en falso.
Consultado Ripamilán, contestó: «Que entre un magistrado, que no es Presidente de Sala siquiera, y el Salvador del mundo, había mucha diferencia. ¿No confesaba Anita que le agradaba don Víctor? Sí. Pues cada día le encontraría más gracia. Mientras que en el convento, la que empieza sin amor acaba desesperada».
Aunque en esta ocasión se mataban pocas perdices, Gonzalo apetecía su compañía como la de un agradable y simpático camarada. La joven nunca se confesaba fatigada; pero él, adivinándolo en su marcha vacilante, daba el alto, la obligaba a sentarse, y se hacía el distraído charlando, a fin de que durase más el descanso.
Pero, además, poseía un fondo de rectitud, un alma justiciera que mantenía viva la llama de la ofensa. Los desprecios con que Velázquez había pagado su amor tierno y desinteresado le causaban cada día mayor indignación. Había llegado á aborrecerle y lo confesaba tranquilamente con la sinceridad que la caracterizaba. No era esto, sin embargo, lo que más preocupaba á Paca.
Eran unas agradabilísimas matinées, donde se oraba, tocaba el órgano expresivo la más hábil pianista, decía el padre una plática familiar, departía después amigablemente con las señoras acerca de asuntos religiosos, se confesaba la que quería, y por último pasaban al comedor, donde se tomaba te, cambiando de conversación.
En cuanto a la criatura, velaría porque se la cuidara, haría todo por ella, excepto reconocerla. Quizá así fuera igualmente feliz en la vida, puesto que nadie podía decir cómo se desenvolverían las cosas, y, ¿se necesita otra razón más? pues bien, que el padre sería mucho más feliz si no confesaba la paternidad.
Palabra del Dia
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