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Y cuando los tenderos se alejaron un poco en dirección a otro grupo de parroquianas, la marquesa siguió catequizando a su amiga con este susurro: No se prive usted de comprarla si le gusta... y en verdad, es muy barata... Basta que venga usted conmigo para que no tenga necesidad de pagarla ahora. Yo tengo aquí mucho crédito.

Hace días que quiero comprarla un ramo grande, muy grande, para cubrir su cama, para que se imagine que todo un jardín corre hacia ella, esparciéndose a sus pies... Pero no tengo dinero... nada, absolutamente nada. No puedo comprar ni un ramito de los que venden en la calle. Apenas como; ando por ahí como un perro sin amo.

¿Olvidáis que el nuevo capitán necesitará caballo y armas y preseas? añadió el fraile. ¡Ah! en todo estáis. ¿Podemos tener la provisión del rey dentro de tres días? , por cierto, sobradamente: el duque de Lerma es un carro que en untándole plata vuela. No os olvidéis de comprarla para poder venderla. ¡Ah! ¿Y por qué?

No dormía; no comía. Coma algo, siquiera un huevo pasado por agua le decía Telva, la sirvienta . Mire que ya está demasiado flaca, y si no come, los huesos le agujerearán la piel. Ojalá me la agujereen como criba y el alma se me salga como trigo pasado. ¿Para qué quiero el alma en el cuerpo? ¿Para qué me ha servido? ¿Quién ha querido comprarla, como buena simiente?

Agradecido y entusiasmado, trajo entonces perlas de Ormúz, diamantes de Golconda y tejidos de seda, venidos del Catay y bordados con tal esmero y maestría, que no parecía labor de seres humanos sino de hadas y de genios. De la mejor y más estupenda de aquellas telas bordadas se prendó la dama incógnita, quiso comprarla, y pidió el precio.

Yo fuí para la desdichada madre de aquella niña un hermano: comí pan seco y duro, dormí sobre el suelo, anduve sin capa en el invierno, viví en una calurosa buharda en el verano, llevé mi ración entera, y mi soldada entera de bufón, á aquella pobre madre abandonada, y cuando poco después murió, empeñé mi soldada por muchos meses para comprarla un nicho en el panteón de la parroquia, donde durmiese tranquila.

Allí inventé un cañón que no llegó a dispararse, porque todo Londres, incluso la Corte y los Ministros, vinieron a suplicarme que no hiciera la prueba por temor a que del estremecimiento cayeran al suelo muchas casas. ¿De modo que tan gran pieza ha quedado relegada al olvido? Quiso comprarla el Emperador de Rusia; pero no fue posible moverla del sitio en que estaba.

Ya había conseguido que la mina saliese a subasta con todos sus accesorios de montes y pertenencias. En la Gaceta se había insertado el anuncio. La compañía para comprarla estaba ya formada. Pero entre los socios había desavenencia. La diferencia en la tasación de una a otra forma, era enorme.

Entonces él, adoptando un tono jocoso y desenfadado, dijo: ¿Me permite usted descansar un momento en esta silla? No es mía respondió secamente. Supongamos que lo fuese. Si lo fuese no estaría en un establecimiento de Puerta de Tierra. Voy á comprarla y se la regalo. ¿Qué haría usted? Dejarla donde está. ¿Conmigo encima? Con usted ó con otro. Me es igual. Si le es á usted igual, me quedaré yo.

Su mente, fecunda para el embuste, y su memoria felicísima para ordenar las mentiras que antes había dicho y hacerlas valer en apoyo de la mentira nueva, la sacaron del apuro. «¿Pero no dije a usted que cuando ya habían puesto la mesa, faltaba una ensaladera, y tuve que ir a comprarla de prisa y corriendo a la plaza del Ángel, esquina a Espoz y Mina?