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Ya no brillaba en el dormitorio con el esplendor del oro aquella cama que enorgullecía a Feli y había presenciado las mayores alegrías de la pareja. Dormían en el suelo, en un colchón, y pretendían demostrarse que así estaban mejor, siendo tan calurosa aquella época del año. El tintero, regalo de Feli, también había desaparecido. Su venta les proporcionó una cena, después de un largo día de ayuno.

Se consideraba feliz, y lo era en efecto: no ambicionaba nada y nada temía del día siguiente; envuelto en sus guiñapos, paseaba por los sitios públicos y gozaba del sol, como el que iba arrastrado en carretela; dormía donde le cogía el sueño, tan ricamente como sobre un colchón de plumas; comía cuando tenía hambre y no le faltaban buenos platos de casa grande, y en lo tocante a vicios menudos, llevaba en el bolsillo de su raída chaqueta provisión abundante de colillas de cigarro.

Pero este remordimiento desvanecíase al examinar la cama otra vez, fijándose especialmente en el colchón de muelles. ¡Ella, que no había conocido otro lecho que un jergón sobre tablones en la casucha del Mosco! ¡El, que durante años aguardaba a que le dejasen libre el camastro para descansar sus huesos!...

Retirose a su zahurda el pobre Juan, pesaroso, porque tenía buen corazón, de haber comprometido por un instante la paz intestina y dado pie para una intervención del poder ejecutivo. Había ganado cinco reales y un perro grande. Con este dinero comió al día siguiente, y pagó el alquiler del miserable colchón de paja en que durmió.

El padrino cogía una cesta llena de peladillas y la arrojaba de golpe sobre la novia. Esta, tendida en el colchón, recibía sin pestañear la rociada. Luego los padres la saludaban con otra lluvia de almendras, y tras ellos los viejos de más consideración y todos los convidados, hasta los mozuelos más insignificantes.

Eran dos hombres valientes de veras que se echaban a temblar en cuanto sonaba un trueno. Ripamilán, aunque algo sordo de algunos años acá, había oído perfectamente la descarga de las nubes y ya se sentía mal. No tenía bastante confianza para pedir un colchón con que taparse la cabeza, según acostumbraba hacer en su casa.

La doncella jadeante, con un brazo oculto en el pliegue de un colchón doblado, se volvió de repente, casi tendida de espaldas sobre la cama. Sonreía y tenía un poco de color rosa en las mejillas. ¿Le molesta el ruido, señorito? El Magistral miró a la hermosa beata que en aquel momento no conservaba ningún gesto de hipocresía.

Figúrate que cuando va de viaje y en alguna casa le ponen sábanas con guarnición, tiene la paciencia de deshacer la cama para meter los encajes debajo del colchón..., a los pies... A tampoco me gustan, pero si me las ponen, me conformo... Papá tiene muchas manías: todas las noches se ha de quedar dormido con el cigarro en la boca... Yo ando cerca de su cuarto dando vueltas hasta que observo que se duerme, y entonces entro muy despacito, le quito el cigarro de la boca y apago la luz... ¡No tires tanto, que ya me duelen los brazos!... La verdad es que te obligo a hacer unas cosas bien impropias de un militar, ¿no es verdad?

Aquellas prendas se depositaban en una alcoba donde había una cama de excusa, pero sin colchón ni ropa; con las cuerdas al aire. Aquél era el vestuario de los actores y actrices de charadas. Se vestían todos juntos porque todo se ponía sobre el propio traje. Además Visita no alumbraba el cuarto, ¿para qué?

Pasó el día acurrucado sobre el colchón, recordando los días de la infancia y acariciando la dulce manía de la vuelta de su hermano. Al llegar la noche, apretado por la necesidad, desfallecido, bajó a la calle a implorar una limosna. Ya no tenía guitarra; la había vendido por tres pesetas en un momento parecido de apuro.