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Actualizado: 27 de mayo de 2025
Aquellos seres que se hallaban a las puertas del sepulcro, secos y descarnados como esqueletos, volvían a recobrar sus fuerzas para la matanza. No vacilaban ni estaban entorpecidos; cada cual cogía su piedra y la arrojaba al precipicio, volviendo a coger otra sin perder tiempo y sin mirar siquiera lo que pasaba debajo.
Y Bonis, sin pasar del portal, mal alumbrado por un farol de aceite, se cogía la cabeza con las manos. No se determinaba a subir. Le daba asco su casa con aquella chusma dentro. «¡Si fuera para barrerlos! Y a mí con ellos... a todos..., a todos.... »¿Cómo seguir con aquella vida, ahora sobre todo, que ni el placer, ni el pecado, le arrastraba a ella? »¡Egoísta!
En estas excursiones podía muy bien emplear dos horas sin cansarse, y desde que se daba cuerda y cogía impulso, el cerebro se le iba calentando, calentando hasta llegar a una presión altísima en que el joven errante se figuraba estar persiguiendo aventuras y ser muy otro de lo que era.
Bastaba contemplar a Rafael cómo cogía las flores y las colocaba riendo en la cabeza o el pecho de Remedios, que se resistía débilmente, con un rubor de colegiala, conmovida por tales homenajes. Quieto, Rafaelito murmuraba con una voz que parecía un balido suplicante. No me toques; no seas atrevido.
La santa y la placera, ambas con igual ardor, trabajaron por atajar la vida que se iba; pero la vida no quería detenerse, y ante la ineficacia de sus esfuerzos, las dos mujeres se pararon rendidas y desconsoladas. Fortunata miraba con expresión de gratitud a su amiga, y cuando esta le cogía la mano, trataba de hablarle; pero apenas podía articular algún monosílabo. Calladas, se hablaron mirándose.
El único que le pudo dar la libertad fué el P. Camorra, y el P. Camorra se había mostrado mal satisfecho con palabras de gratitud y con su franqueza ordinaria había pedido sacrificios... Desde entonces Julî evitaba encontrarse con él, pero el cura le hacía besar la mano, la cogía de la nariz, de las mejillas, le daba bromas con guiños y riendo, riendo la pellizcaba.
Sentáronse a comer, en cabecera el demandador y los demás sin orden. No quiero decir lo que comimos; sólo que eran todas cosas para beber. Sorbióse el corchete tres de puro tinto; brindóme a mí; el porquero, me las cogía al vuelo, y hacía más razones que decíamos todos. No había memoria de agua, y menos voluntad de ella.
Hallábase Jacinta en un sitio que era su casa y no era su casa... Todo estaba forrado de un satén blanco con flores que el día anterior había visto ella y Barbarita en casa de Sobrino... Estaba sentada en un puff y por las rodillas se le subía un muchacho lindísimo, que primero le cogía la cara, después le metía la mano en el pecho. «Quita, quita... eso es caca... ¡qué asco!... cosa fea, es para el gato...». Pero el muchacho no se daba a partido.
Ya estaba cerca el enemigo: era posible que se arrastrase cautelosamente, fuera de la senda, entre las ramas de los tamariscos. Se incorporó, requiriendo la escopeta, buscando en su faja el revólver. Tan pronto como oyese un grito de reto o un temblor en la puerta, se echaba ventana abajo, y dando vuelta a la torre, cogía al enemigo por la espalda. Pasó más tiempo... ¡Nada!
Conocía la duquesa a mi padre de los años mozos, y, sobre todo, por referencias epistolares de su hermano; de suerte que la escena no le cogía de nuevas. ¡Qué gran señora!
Palabra del Dia
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