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También había varios cofres pequeños y anticuados, que, por su seguro aspecto, con sus fajas de hierro herrumbroso y tachonados de clavos, debían contener, pensé yo, las misteriosas riquezas que habían convertido en millonario a Burton Blair, cuando pocos días antes era un pobre caminante sin hogar. ¡Qué! grité azorado; ¡este es un inmenso tesoro escondido!

Ventanas abiertas junto a la cornisa ayudaban a los ventanales de abajo a iluminar este salón inmenso y austero. Muebles, pocos y conventuales: amplios sillones de brazos, con asientos y respaldares de vaqueta adornados de clavos; mesas de roble de retorcidas patas; cofres obscuros, con oxidados herrajes sobre fondos de paño verde apolillado.

El primero produjo un gran desencanto: había dentro una porción de baratijas de las que se empleaban para regalar a los reyezuelos africanos. Los otros cofres costaron mucho trabajo abrirlos, y los encontramos llenos de monedas de oro y de joyas.

De Estrasburgo á Basilea, los Vosges, deliciosas montañas; la Alsacia, castillos, ruinas góticas, monasterios, capillas: Mulhouse, industria floreciente y paisajes alegres y variados. Al entrar en Suiza, empieza á disfrutarse ya de la libertad de aquel pais. Nadie me pidió el pasaporte, nadie me dijo una palabra, ni registró mis cofres persona alguna.

Tiene tiempo para fracturar veinte cofres como éste. Su esperanza quedará defraudada, porque me quedaré en casa y no haré el viaje. De ese modo... La viuda había probablemente previsto esta respuesta, que no pareció hacer gran impresión en ella. Imposible. Es preciso, Mathys, que partáis le replicó . Si no queréis salir de la casa tenéis que declararle a la condesa la causa de vuestra negativa.

¡Pues podía sucederme más!... mi mujer, mi hija... ¡Cómo! exclamó Dorotea ; ¿vos también, pobre señor, habéis sido ultrajado... abandonado... insultado?... ¡Oh! ; , señora dijo plañideramente Montiño ; abandonado... ultrajado y robado. ¡Vengáos! exclamó roncamente Dorotea, saliendo de su inercia y continuando en su exhibición de trajes de los cofres á las sillas.

¿En qué piensas, hija mía? la dijo. ¡Yo no ! contestó con acento de desesperación Dorotea. ¡Pero estos cofres, estas ropas! Es necesario huir de aquí... ¡Huir! ¿y á dónde?... ¿A dónde? ¡No lo ! ¡no he pensado en ello!

La larga habitación, semejante a un ventorrillo de moros, estaba atestada de cofres de piel y de hierro, que parecían del tiempo del Cid, y de estrechas tarimas cubiertas de mantas inmundas. Al entrar, las narices se llenaban de un tufo acre y caliente. Nunca faltaban sobre el piso de tierra películas de ajo y pedazos de naipes.

Los respiraderos de nuestra cámara estaban cruzados por rejas: las paredes y las puertas, chapeadas de hierro; teníamos en medio una mesa, sujeta al suelo, que se podía desarmar y adaptar a la pared; unas cuantas sillas de tijera, una estufa de Plymouth, varios ganchos para las hamacas, colgadores para cada uno de nosotros y los cofres de cinc.

Algunos palos rompiéronse en pedazos; sonaban las espaldas al recibir los golpes con un ruido de cofres vacíos; caían muchos con la cara cubierta de sangre, tropezando en sus cuerpos los que huían, y comenzaron á sonar por todos lados, como chasquidos de tralla, los tiros de los revólvers.