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Fue una ruidosa función el acto de bajar a Frasquito, cantándole coplas en son funerario, y diciéndole mil cuchufletas aplicadas a él y a la Benina, que insensible a los desahogos de la vil canalla, se metió en su coche, llevando al caballero andaluz como si fuera un lío de ropa, y mandó al cochero picar hacia la calle Imperial, cuidando de despabilar bien al caballo.

¿Honrada? ¿Cómo he de dudar eso, hija mía?, pues no faltaba más. Lo que dudo es que usted tenga buena salud. Está usted fatigada, y me parece que debemos tomar un coche... ¡Eh!, cochero... La de Rubín se dejó llevar, y maquinalmente entró en el simón. Alguna vez había hecho lo mismo con un cualquiera encontrado en la calle.

La generala desplegó el abrigo y se lo metió con la ayuda de Miguel; pero no acababa de dar al cochero la orden de retirarse; la máscara había picado su curiosidad de mujer caprichosa, y buscaba una aventura con el deseo irritado de quien va a despedirse de ellas para siempre.

Cuando llegó á Nápoles, fatigado por un viaje de cuarenta y ocho horas, le pareció que el cochero se dirigía con demasiada lentitud hacia el viejo palacio de Chiaia. Al atravesar el zaguán con su pequeña maleta, le cortó el paso la portera, gruesa comadre de pelo encrespado y polvoriento, que sólo había entrevisto algunas veces en las profundidades de su caverna.

Pero una voz muy conocida de ella le cortó la palabra. Era el doctor Le Bris que llegaba de Corfú a todo correr. Había visto a le Tas en una ventana del hotel Trafalgar, y al galope traía este notición. El cochero de la señora Chermidy al que había encontrado a la puerta de la villa, lo había asustado al decirle que había llevado allí a una señora.

Señor dijo el cochero, si Álava está en España, en España debemos estar. Vaya, poca conversación dijo el padre, cansado ya de admiraciones y asombros: conmigo es con quien se las ha de ver usted, señor viajero. ¡Con usted, padre! ¿Y qué puede tener que mandarme Su Reverencia?

Después de dar algunos pasos por el corredor, todavía se volvió para mirar otra vez por el ventanillo. Le costaba trabajo arrancarse de aquel sitio donde la compasión le tenía clavado. Cuando salieron no hallaron a la puerta a Carlota y Presentación. El cochero les dijo que las dos señoras se habían ido llorando por el camino de la derecha. No estarían lejos.

La señora del coche, admirada y temerosa de lo que veía, hizo al cochero que se desviase de allí algún poco, y desde lejos se puso a mirar la rigurosa contienda, en el discurso de la cual dio el vizcaíno una gran cuchillada a don Quijote encima de un hombro, por encima de la rodela, que, a dársela sin defensa, le abriera hasta la cintura.

Aquel que está a la puerta de esotro aposentillo con unas alforjas al hombro y en calzón blanco, le han traído porque, siendo cochero, que andaba siempre a caballo, tomó oficio de correo de a pie.

Alumbraban unos con huepes, otros con cirios y otros con faroles de papel en astas de caña, rezando á voz en grito el rosario como si riñesen con alguien. Despues venía S. José en modestas andas, con su fisonomía resignada y triste y su baston con flores de azucenas, en medio de dos guardias civiles como si le llevasen preso: ahora comprendía el cochero la espresion de la fisonomía del santo.