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Al salir de la iglesia, Fortunata echó, como de costumbre, una mirada al público, que estaba tras de la verja de madera, y vio a Maximiliano, que no faltaba ningún domingo a aquella amorosa cita muda. Le vio con simpatía. Notaba gozosa que empezaban a perder valor ante sus ojos los defectos físicos del apreciable joven. ¡Si serían aquellos los brotes del amor por la hermosura del alma!

Aunque sepas resistir, aunque no caigas en la tentación ni peques, ¿no ves que te expones a echar tu reputación por los suelos y a que ese malvado seductor te venza, y si no te vence se vengue de ti deshonrándote y suponiendo que logró lo que deseaba? ¿No adviertes cuan indecoroso es para una doncella conceder esas citas, aun cuando sea con el fin de quedar en ellas triunfante? ¿Qué horrores no estará él pensando de ti desde el momento en que le concediste la cita?

Si D. Luis se conduce bien o mal en venir a la cita, y si Pepita Jiménez, a quien Antoñona había ya dicho que D. Luis espontáneamente venía a verla, hace mal o bien en alegrarse de aquella visita algo misteriosa y fuera de tiempo, no echemos la culpa al acaso, sino a los mismos personajes que en esta historia figuran y a las pasiones que sienten.

, por cierto; yo la había dado una cita. ¿Y esperábais?... No esperaba; pero á todo trance, y por no esperar yo mismo á las puertas del alcázar, para no dar que pensar, puse un hombre de mi confianza, y esperé más lejos.

Longino se acercó a ella, la saludó con socarrona finura y le dijo en voz baja, casi al oído: No sea usted tan dura y tan sin entrañas. No deje morir a quien se muere por usted de mal de amores. Déle la cita que humildemente le pide. Juanita dio un paso atrás, como quien se aparta de objeto que le inspira asco, y lanzó a Longino una mirada de soberano desprecio. Longino no la comprendió.

Miguel quedó tristemente impresionado por aquella escena. Pasó el día vagando de un lado a otro, leyó un poco, escribió otro rato; al fin llegó la noche. Después que hubo cenado y sufrido media hora a su locuacísima huéspeda, se dispuso a acudir a la romántica cita que le había dado la generala.

«¡Unos tanto y otros tan poco! pensaba . Hay quien está como yo y quien regala a la querida caballos rusos, y quien, como ese maldito, amuebla casa para una sola cita... No ha puesto más que un gabinete; pero para el caso es igual

Pero eran ya las seis y media y la cita se había pactado para las siete. ¡Era un contratiempo muy sensible! Y efectivamente, daban las siete en punto cuando Felipe y su apoderado, que le acompañaba en calidad de testigo, llegaban a la Muette, descendiendo de su alado vehículo.

Al ver que Ana había mentido, que estaba buena y había buscado un embuste para no acudir a su cita, el mal humor de D. Fermín rayó en ira y necesitó toda la fuerza de la costumbre para contenerse y seguir sonriente.

Raúl se daba cuenta de que el señor de Neris no tenía por qué elogiarle, ni como sobrino ni como yerno; sus veleidades matrimoniales habían hecho quizá rebosar el vaso. Al llegar a la cita iba mascullando estas ideas, pero al ver a la empleada de Correos cambió de repente de pensamiento. ¿Habría tenido noticias del encuentro proyectado? ¿Era aquello un lazo? ¿Iba a sufrir súplicas y reproches?