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Y Rafael, escondiéndose del padrino para galantear a su hija, aguardaba pacientemente a que un día se plantase el viejo delante de él, diciéndole con su campechana rudeza: «¿Pero qué esperas para llevártela, bobalicón? Carga con ella y que de salú te sirva». Comenzaba a amanecer. Rafael veía más claramente la cara de su novia al través de la reja.

La duquesa era muy campechana, y de vez en cuando... ¿cómo lo diré?, pues, como vulgarmente se dice, echaba ajos; ahora que, como mujer, los convertía en femeninos, mudando la o final en a. También fumaba. Todos los Valdedulla fueron entes estrafalarios. En cuanto al corazón de la duquesa, emplearé una frase de mi padre: todo de miel hiblea y más grande que el monte Olimpo.

Estábamos, como he dicho, en una sala baja, donde la Condesa había hecho traer, para nuestro regalo, un par de zaques, milagrosamente salvados de la rapacidad francesa. Don Diego, luego que tal vió, volvióse a nosotros, que permanecíamos respetuosamente detenidos en la puerta, y con gesto de campechana confianza nos dijo: Ea, muchachos, entrad todos aquí ¿Por qué estáis en la puerta?

Pues volviendo a mis asuntos, digo que comenzó a germinar en mi mente una idea, y fue la de acometer de nuevo la vía del capellán del colegio para llegar hasta mi adorada Gloria. El genio astuto de la raza galaica, que late en el fondo de mi ser lírico, me suministró una traza apropiada al caso. Yo tengo en Madrid un tío carnal, hermano de mi madre, que es alto empleado en el Ministerio de Gracia y Justicia desde hace años. Goza allí de gran consideración, y ha repartido en su vida no pocas canonjías y hasta ha influido poderosamente en la elección de algún obispo. A este le escribí rogándole me enviase una tarjeta de recomendación para algún dignatario de la catedral. Mientras llegaba la respuesta, seguí asistiendo a la tertulia de las de Anguita. Y, cierto, no lo pasaba mal. A los tres o cuatro días, según me había anunciado Villa, era íntimo de la casa. Pepita me llamaba chinchoso y mal gallego a cada instante; Ramoncita me trataba con la misma gravedad campechana que a los amigos antiguos, y Joaquinita celebraba conmigo numerosas conferencias de quince minutos cada una.

Por lo demás, Enrique continuaba siendo el favorito de su madre, la cual, aunque no lo confesaba ni a ella misma siquiera, porque lo consideraba como una injusticia de marca, no podía menos de sentirse atraída hacia aquel hijo que representaba en la casa, en aquella casa severa y reglamentada como un convento, la alegría, la espontaneidad, la bondad franca y campechana.

Romadonga se apresuró a levantarse, y con franqueza campechana le puso la mano en el hombro. ¿Cómo va ese valor, amigo D. Ángel? En realidad no necesito preguntarlo. Lleva usted la contestación en la cara. ¿Qué va usted a tomar? Muchas gracias, no tomo nada. ¡Hombre, tendría eso que ver!... ¡Mozo! Unas copitas de manzanilla... Ya sabes, de la especial... ¿Y cómo está Concha? añadió osadamente.